viernes, 11 de febrero de 2011

Let's get Lost

A la deriva, el último Chet Baker. 'Let's Get Lost' (1988), de Bruce Weber.

'Todo el mundo tenía una historia sobre Chet', confiesa en over un jovencísimo Bruce Weber. 'Y yo sencillamente quise vivir la mía'. La suya se registró como Let's Get Lost (Bruce Weber, 1988) y será (con el tiempo)  así es, Bruce la del colectivo, la del imbécil que firma estas líneas. No hay, sospecho, nada tan hermoso, tan devastador, como el otoño de los héroes, la prórroga vital del elegido. Weber, a buen seguro, especulaba con algo similar el día en que su cámara decidió rondar la maltratada fisonomía de Chet Baker, monstruo de los pistones, ícono melancólico, criatura desvencijada en la amarga trinchera de la heroína.

Por lo común fotógrafo de moda, el de Pennsylvania filma y dispone con extremada delicadeza las últimas imágenes del último Baker, como si en cada toma, en cada primer plano, fuese consciente de la terrible responsabilidad que el ya espectral trompetista dona a su causa, la nuestra al fin y al cabo. Precisos, opiáceos, los encuadres que ensaya Weber conforman e ilustran un modo autónomo de articular una aproximación documental en torno a un ser humano, o la sobrecogedora puesta en práctica de una serena ética visual, que chispea por instantes, repta abatida, se desliza virtuosa con la seductora elegancia que el gran Baker supo imprimir a sus standards.

Let's Get Lost, pese a ser obra de alguien que todavía sisea Funny Valentine a media tarde, pese a merodear el halo sobrenatural e inevitablemente fascinador que desprende su protagonista, logra sortear la deificación entregada que profesa el creyente para destripar implacable la impericia humana de un superdotado que jamás supo mirar atrás con acierto. En su acelerada huida hacia el silencio, el magnético talento de Baker  trenzado de embustes, datos contradictorios, alardes dramáticos y la inmadurez emocional que acuñaron los genios  castigó a un buen número de secundarios, quizá cautivados por la fotogenia de un tipo que adivinó demasiado pronto que al otro lado siempre había habido humo, tal vez reflejos.


Weber, de tal modo, recoge la desgarradora mirada de la madre que ya no ejerce, que tiembla piel ajada, todavía sonriente cuando recuerda a un hijo, el suyo, que hizo poco por la memoria, por el retorno. Junto a ella, iluminados en un dramático travelling de costado, el plano repasa los rostros de una familia cuyos rasgos remiten  de nuevo al eterno jazzman de Oklahoma. Testigos, supervivientes, amantes resentidas, Weber ausculta hábilmente la tragedia vital del músico, salpicada de Cadillacs, chicas y otros narcóticos.

Palmeras junto a la autopista, una playa, la desnuda azotea de un motel en Santa Monica, aquel sacro sello que fue Pacific Jazz Records, el cinismo mercenario de un alucinado backstage en Cannes, o las instantáneas de otro tiempo. Dueño de una existencia herida, exhaustiva, Baker tiembla, miente y respira sumergido en la atmósfera impulsada por el inspirado Weber, que tantea respuestas en infinitas conversaciones con el genio, a la caza y captura de certezas en ese abismo de incertidumbre que asoma tras el vagar del drogadicto, del hombre.

Apenas pasados unos meses del rodaje, Chet Baker se abonó al silencio tras precipitarse contra el asfalto desde la ventana de su hotel en Amsterdam. El estudio forense determinó que el cadáver mostraba rastros de una reciente ingesta de speedball, un fulminante combinado de heroína y cocaína. Weber quizá anticipó el final del héroe. O mejor, nos lo brindó. Es infinitamente más reconfortante imaginar que el ocaso definitivo de Chet se completó en Cannes, o la mística interpretación de Almost Blue recogida en el documental, un adiós dolorido, el del tipo que jamás se dejo conducir, eternamente a la deriva. Let's Get Lost.













“Let’s get lost”: Crónica de una estrella que colapsa


Bruce Weber consigue un impresionante equilibrio entre todas las facetas, abriéndonos una rendija por la que entrever la existencia de alguien tan improbable como Chet Baker. Una joya que ha tenido que esperar 21 años para estrenarse.

De vez en cuando, en un terreno tan desolador como suele ser el de la distribución cinematográfica, en el que joyas quedan sin estrenarse mientras otras prescindibles o impresentables ocupan centenares de salas, ocurre el milagro. Y lo sucedido con “Let’s get lost” sólo puede ser incluido en esa categoría: que un documental sobre Chet Baker, una de las mayores y más controvertidas figuras del jazz del siglo XX, llegue a estrenarse 21 años después de su realización (y tras una nominación a los Oscar®), alcanza la condición de rareza comparable a una improbable conjunción planetaria. Algo cuyo mérito hay que añadir, sin ningún lugar a dudas, en los casilleros de la distribuidora y el exhibidor que han apostado, a contracorriente, por hacerle un hueco en su cartelera. Ahora sólo falta que los espectadores interesados corran a verla, porque me temo que, como las puertas espaciotemporales de las malas películas de ciencia-ficción, no durará demasiado en el tiempo.

El documental, firmado por Bruce Weber, cuenta con el valor añadido de haber sido realizado en el último año de vida del músico, cuando la degradación física y psicológica de varias décadas de una trayectoria excesiva en todos los sentidos, le había pasado factura ajándole el rostro. Un rostro del que, sin embargo, aún era capaz de surgir su suave voz, aunque ya estuviera lejos de la que luciera en su época de esplendor. Y cuenta, además, con el mérito de incluir los testimonios de muchas de las personas que compartieron su vida, trazando el retrato canónico de un artista inmenso cuya peripecia vital no estuvo a la misma altura: sus mujeres, sus amantes, sus colaboradores, sus managers… todos pasan por la pantalla ofreciendo el retrato de un ser profundamente carismático, capaz de devorar a los que le rodeaban, sin dejar de buscar una y otra vez nuevas figuras en las que apoyarse.

Y sin embargo, esa misma persona era capaz de arañar el cielo con su música, de la que la banda sonora va dejando continua muestra. Una capacidad absorbente, destructiva, que al final terminó dirigiéndose a sí mismo, en uno de los ejemplos más contundentes del colapso de un grande vistos en pantalla. Sin juzgar, sin sentenciar, desde la profunda admiración pero sin tratar de embellecer una biografía plagada de claroscuros, Bruce Weber logra un impresionante equilibrio entre todas las facetas, abriéndonos una rendija por la que entrever la existencia de alguien tan improbable como Chet Baker.

Más allá de ello, “Let’s get lost” es también la obra de un grandísimo fotógrafo, que consigue extraer todo su potencial de un poderoso blanco y negro, y en el que las composiciones, la fotografía, las escenas en el coche, en la playa de Santa Mónica o su encuentro con sus admiradores, van más allá de lo meramente figurativo para contener un significado por sí mismas. A falta de que la figura del trompetista al que un día Charlie Parker apadrinara logre que alguien haga con él lo que Clint Eastwood consiguiera con “Bird”, esta cinta quedará (de hecho, lo ha hecho ya en las dos décadas transcurridas desde su realización) como la mirada canónica sobre quien legara interpretaciones tan memorables como la de su Funny Valentine, y cuya última reflexión ante la cámara es sobrecogedora. Basándose en este ejemplo, uno no puede evitar pensar qué joyas se habrán realizado estos años y que, a lo peor, no descubriremos hasta dentro de dos décadas… en el mejor de los casos.

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