miércoles, 30 de julio de 2014

El Duque

Autor: Herman Leonard
  Los campos a ambos lados de la carretera estaban negros como el cielo nocturno. El terreno era tan llano ue si te subías a un granero veías los faros de un coche como estrellas acercándose desde el horizonte durante una hora antes de que las traseras rojas se perdieran hacia el este como fantasmas silenciosos. No se oía nada salvo el zumbido constante del coche. La oscuridad era tan uniforme que el conductor terminaba por creer que no había carretera hasta que los faros abrían un camino entre el trigo, que se retorcía rígidamente ante el impacto de la luz. El coche era un quitanieves, apartaba la oscuridad a un lado, abría un camino luminoso... 
Al notar que comenzaba a perder el hilo de sus pensamientos y le pesaban los párpados, pestañeó insistentemente y se frotó una pierna para espabilarse. Se mantenía constante en los ochenta kilómetros por hora, pero el paisaje era tan enorme e inalterable que daba la impresión de que el coche apenas se movía, era una nave espacial que avanzaba lentamente hacia la Luna... Sus pensamientos volvieron a vagar soñolientos por los campos y se planteó cerrar los ojos solo un segundo delicioso...     
De repente el rugido de la carretera y el frío de la noche llenaron el coche y descubrió con sorpresa que había estado a punto de quedarse dormido. En cuestión de segundos el aire gélido inundó el vehículo.     
—Oye, Duke, cierra la ventana, ya no tengo sueño —pidió el conductor, mirando al hombre del asiento del acompañante.
—¿Seguro que estás bien, Harry?    
—Sí, sí...     
Duke detestaba el frío tanto como él y no necesitó más para subir la ventanilla. El coche volvió a calentarse igual de rápido que se había enfriado. El calor seco y tostado de un coche con las ventanillas cerradas, su calor favorito del mundo. Duke había dicho muchas veces que la carretera era su casa, y en tal caso aquel coche era el corazón de su hogar. Ir sentados delante con la calefacción alta mientras el frío paisaje se deslizaba a su lado... para los dos equivalía a sentarse en unos butacones de una vieja casa de campo a leer frente a la chimenea mientras fuera caía la nieve.     
¿Cuántos kilómetros habían recorrido juntos de esa guisa?, se preguntó Harry. ¿Un millón? Súmale trenes y aviones y probablemente podrías dar la vuelta al mundo tres o cuatro veces. No debía de haber mucha gente en el mundo que pasara tanto tiempo junta, ni que hubiera viajado tanto, posiblemente miles de kilómetros. Había comprado el coche en 1949 con idea de hacer alguna escapada fuera de Nueva York, pero enseguida comenzó a llevar a Duke por todo el país. Muchas veces había sentido el impulso de anotar en una libreta hasta dónde habían llegado, pero siempre pensaba que ojalá lo hubiera hecho desde el principio, y por eso cada vez que se le ocurría descartaba la idea y optaba por calcular más o menos la distancia acumulada y rememorar los países y las ciudades por los que habían pasado. Porque era eso: en realidad no visitaban ningún sitio, pasaban por el mundo, a veces llegaban a un concierto veinte minutos antes de comenzar y regresaban a la carretera media hora después de terminar.     
No llevar esa libreta era lo único que lamentaba. Se había unido al grupo en 1927, en abril, cuando solo tenía diecisiete años y Duke tuvo que convencer a su madre para que lo dejara viajar en lugar de volver a la escuela, engatusándola y apretándole la mano mientras contestaba con una sonrisa «Sí, por supuesto, señora Carney» a todo lo que ella le decía, sabedor de que al final se saldría con la suya. Claro que si Duke hubiera mencionado que implicaría pasarse el resto de su vida en la carretera, la cosa no habría sido tan fácil. Con todo, visto con la perspectiva del tiempo, costaba encontrar un momento o un kilómetro que lamentara, en especial durante los años en que Duke y él iban a conciertos como este. El mundo entero adoraba a Duke, pero casi nadie le conocía; con los años él había terminado conociéndole como nadie y con eso ya se daba por pagado, el dinero era un añadido...     
—¿Cómo vamos, Harry?     
—Vamos bien, Duke. ¿Tienes hambre?    
—Se me queja el estómago desde Rockford. ¿Y tú?
—Yo estoy bien. Me he guardado el pollo frito de ayer por la mañana.    
—Estará sabrosísimo, Harry.     
—De todas formas, enseguida pararemos a desayunar.     
—¿Enseguida?     
—Dentro de unos trescientos kilómetros.     
Duke se rió. Medían el tiempo en kilómetros, no en horas, y se habían acostumbrado a distancias tan grandes que a menudo recorrían más de cien kilómetros entre que les entraban ganas de mear y paraban para ir al servicio. Trescientos kilómetros solían separar el primer gusanillo de un descanso para comer, y aunque pasaran por el único local en ochenta kilómetros, con frecuencia seguían conduciendo. Parar era algo que esperabas con tanta ilusión que casi no te atrevías a hacerlo: un premio tenía que posponerse indefinidamente.     
—Despiértame cuando lleguemos —pidió Duke, colocándose el sombrero como almohada entre el borde del asiento y la puerta.
Duke se despertó cuando estaban cruzando la frontera interestatal. Parpadeó, se pasó la mano por el pelo y miró la oscuridad inalterada del paisaje. Los retazos de un sueño se fundían en su cabeza, sumiéndolo en una vaga tristeza. Se acomodó en el asiento, quejándose de una molestia en la espalda.     
—Luces —pidió, buscándose en el bolsillo trasero algo para escribir.     
Harry alargó una mano y encendió la luz interior, e inundó el coche con un pálido resplandor que consiguió que la noche y la carretera parecieran todavía más negras que antes. Duke revolvió el salpicadero en busca de un bolígrafo y garabateó cuatro cosas en los bordes de un menú arrugado. Ningún otro estadounidense había escrito más horas de música que él y casi todas comenzaban así, anotadas en lo primero que encontraba: servilletas, sobres, postales, un cartón arrancado de una caja de cereales. Sus partituras arrancaban así y acababan igual: al cabo de un par de ensayos los originales terminaban en la basura con los envoltorios de sándwich manchados de mayonesa y tomate, lo fundamental de la música se había puesto a buen recaudo en la memoria colectiva de la orquesta.     Mientras el bolígrafo planeaba sobre el menú, se concentró todavía más, como si recordara algo del sueño y estuviera tratando de verlo con mayor claridad. Había soñado con Pres, con sus últimos años, cuando vivía en el Alvin, sin ningún interés en la vida. En lugar de estar en Broadway, el hotel del sueño estaba rodeado por una campiña invernal, nevada. Apuntó lo que recordaba del sueño, casi con la corazonada de que contenía algo que podría aprovechar para una pieza en la que había estado trabajando, una suite que abarcaba toda la historia de la música. Ya había hecho algo parecido con anterioridad —Black, Brown and Beige—, pero esta vez versaría específicamente sobre el jazz. No sería una crónica, en realidad, tampoco una historia, sino otra cosa. Trabajaba a partir de pequeñas piezas, cosas que se le ocurrían muy rápido. Sus grandes obras eran mosaicos de otras menores y lo que ahora tenía en mente era una serie de retratos, no necesariamente de gente que hubiera conocido... No sabía exactamente lo que perseguía, pero notaba la idea jugueteando en su interior igual que una madre nota la primera patada de su hijo en su seno. Tenía tiempo de sobra: siempre tenía tiempo de sobra hasta que estaba a punto de acabársele, hasta una semana antes del estreno de lo que estuviera intentando componer. Una echa límite le inspiraba, su musa era no tener tiempo. Algunas de sus mejores piezas las había escrito cuando volaba hacia el plazo fijado como quien corre para coger un avión. «Mood Indigo» le llevó quince minutos mientras su madre terminaba de preparar la cena; «Black and Tan Fantasy» se le había ocurrido en un par de minutos en un taxi de camino al estudio después de toda una noche bebiendo. «Solitude» se comió veinte minutos, garabateada de pie en el estudio al descubrir que faltaba un tema... Sí, no tenía por qué preocuparse, tenía tiempo de sobra.     
Anotó hasta que se quedó sin sitio en el menú, luego encajó algunas líneas entre los Aperitivos y los Entrantes antes de volver a tirarlo todo al salpicadero.     
—Ya está, Harry.     
Carney apagó la luz y de nuevo solo el tenue parpadeo de los instrumentos del salpicadero les iluminó la cara: el velocímetro siempre a ochenta, el indicador de la gasolina, medio lleno.
l trueno retumbó en la oscuridad. Unas gotas de lluvia salpicaron el parabrisas y luego la tormenta los envolvió. El viento aullaba por los campos, aporreando el costado del coche. La lluvia taladraba el techo. Harry miró a Duke, desplomado en el asiento y mirando al frente, los faros de los vehículos que se acercaban estallaban como fuegos artificiales en el parabrisas chorreante. Eran exactamente episodios como este los que se colaban en su música de un modo u otro. Su música casi nunca llegaba a él en forma de música. Todo comenzaba con una sensación, una impresión, algo que había visto u oído que luego él traducía a música. Al salir de Florida habían escuchado la llamada de un pájaro invisible, tan perfecta y bella que habrían jurado que lo habían visto perfilado sobre el sol que enrojecía el horizonte. Como siempre, no tenían tiempo para detenerse, de modo que Duke anotó el sonido y luego lo aprovechó como base para «Sunset and the Mocking Bird». «Lightning Bugs and Frogs» nació de una vez que saliendo de Cincinnati se cruzaron con unos árboles altos a contraluz de una luna como una pelota de ping-pong. Los insectos centelleaban en el aire y por todas partes se oía el croar de barítono de las ranas... En Damasco, a Duke lo había despertado el rugido sísmico de los coches, como si todo el tráfico de todas las horas puntas del mundo se hubiera atascado en esa única ciudad; todavía adormilado, se había descubierto tratando de orquestarlo. La luz de Bombay, el cielo cayendo sobre el mar de Arabia, una tormenta de tierra en Ceilán... dondequiera que se encontrara, por cansado que estuviera, lo anotaba sin pararse a considerar su importancia, confiando en que más adelante descubriría su potencial musical. Montañas, lagos, calles, mujeres, chicas, mujeres bellas, vistas de la calle, puestas de sol, océanos, vistas desde hoteles, componentes de su orquesta, viejos amigos... Había llegado a un punto en que prácticamente todo lo que iba encontrándose se colaba en su música —una geografía personal del planeta, una biografía orquestal de los colores, ruidos, olores, comidas y gentes—, todo lo que había sentido, tocado, visto... Era como ser un escritor de palabras pero con sonidos, y estaba trabajando en una gran ficción musical que no paraba de crecer y que, en última instancia, trataba de sí misma, de los tíos del grupo que la tocaban...     La lluvia amainó un rato y luego cayó con más fuerza si cabe que antes. Mirar por el parabrisas era como asomarse a una catarata. El viento chillaba como un loco. Harry se aferró al volante y echó un vistazo a Duke, preguntándose cuánto tardaría esa tormenta en colarse en su obra.
Pararon en un paso a nivel y al poco apareció un estruendoso tren avanzando hacia ellos. Observaron pasar como un trueno lento el largo muro del mercancías, con las vías chirriando por el peso. Duke todavía añoraba la época en que cruzaban el país en tren, en dos vagones alquilados especialmente para la orquesta: un capullo que los aislaba de los racistas sureños y los paletos defensores de la ley Jim Crow. No había entorno mejor para trabajar que los trenes. La mayoría de sus composiciones las escribía de viaje o en las escasas horas que pasaban en los hoteles; el tren ofrecía tanto el impulso de los estímulos como un refugio para concentrarse. Cuando murió su madre se encerró en su zona privada del vagón y escribió «Reminiscing in Tempo», cargado del ritmo y el movimiento del tren que cruzaba el Sur a toda velocidad. Una y otra vez el traqueteo de los trenes y sus silbatos se colaban en su música, sobre todo en Louisiana, donde los bomberos tocaban blues con el silbato del camión, cosas encantadas y confusas, como el canto de las mujeres por la noche. El ferrocarril atravesaba su obra igual que atravesaba la historia de los negros estadounidenses: construyeron las vías, trabajaron en ellas, viajaron en ellas y con el tiempo, ahí estaba él, componiendo en ellas... Era heredero de una tradición. Una vez, en Texas, un grupo de ferroviarios se había asomado a la ventanilla del tren en un apartadero y lo había visto encorvado sobre un manuscrito, sudando cada página. Uno de ellos llamó a la ventana, no quería molestar, pero se moría por saludarlo, y Duke se levantó con una sonrisa y les contó que estaba trabajando en «Day-break Express», una pieza sobre los hombres que construían el ferrocarril.     
—Venga cavar y cavar y blandir un martillo durante seis meses y luego el tren pasa de largo, fiu...     
Les explicó su música, vio el orgullo en su mirada.     
Durante todo el tiempo que viajó en tren fue acumulando recuerdos así y luego buscaba un tono que se correspondiera con las cosas que había visto: colores como el rojo cocido del atardecer en Santa Fe o las llamas amarillas lamiendo la noche de Ohio, el cielo inundado por el calor óxido de los hornos...     
El ruido de las ruedas y las vías repicaba en sus oídos mientras esperaban que pasara el tren interminable.     
—Qué largo —dijo por fin Harry, metiendo la marcha y cruzando ruidosamente las vías.     —Y que lo digas —convino Duke al tiempo que aceleraban, echando la vista atrás hacia el lento tren que silbaba camino del Sur.

Todavía no era de día pero la oscuridad nocturna había dejado paso a la penumbra previa al amanecer cuando se encienden luces en las casas y los árboles esperan como reses flacas en el horizonte.     
Duke se inclinó y encendió la radio, sintonizó un programa sobre los inicios del jazz. Pusieron un disco de King Oliver y luego recuperaron la vieja anécdota de cómo cuando cerraron los burdeles de Nueva Orleans los músicos fueron remontando el Mississippi y el jazz se propagó por el país. Duke apenas escuchaba, una idea comenzaba a tomar forma en su cabeza. Apagó la radio y reflexionó, tamborileando con un lápiz sobre el salpicadero. Sí, puede que lo hiciera así: comenzaría con alguien sintonizando una radio dentro de veinte años mientras cruzaba el país en coche, escuchando fragmentos de música del pasado, no de Armstrong y similares, sino de tíos modernos, de tíos que habían tocado hasta hacía poco y todavía andaban por ahí pero que para cuando el tipo los escuchara ya habrían muerto... Alguien que no hubiera conocido esa vida, que solo conociera la música por los discos. Imaginar a alguien en el futuro imaginando el pasado: el modo en que podría sonar la música dentro de treinta o cuarenta años. Así podría intentar llegar tanto a lo que escuchara el tipo como a lo que pensara mientras escuchaba la música...     
—¿Sabes, Harry? Puede que ya lo tenga.     
—¿El qué, Duke?     
—Nada, una cosa —respondió, buscando un papel en el salpicadero.     
El sol comenzaba a asomar por el horizonte, curioseando entre las negras pestañas de los árboles. Mientras el cielo se teñía de un azul dorado el coche aceleró imperceptiblemente como si llegara tarde a una cita con el nuevo día.
Cuando por fin pararon a desayunar ya era de día. Entumecidos después de tantas horas en el coche, entraron con pasos torpes en la cafetería, cerrando la puerta mosquitera de un portazo. El local estaba repleto de camioneros bulliciosos, demasiado ocupados comiendo para fijarse en Ellington y su viejo suéter azul y sus pantalones arrugados. El sol matinal se derramaba por las ventanas.     
Bostezando, Duke pidió la comida con la que solo Dios sabía cuántos años llevaba alimentándose: bistec, pomelo y café. Harry pidió unos huevos y miró a Duke servirse lentamente el café: todo lo que hacía desprendía cierto aire de somnolencia, pero la somnolencia de alguien recién despertado, jamás de alguien a punto de dormirse. Las bolsas de sus ojos delataban una acumulación de sueño atrasado que probablemente tardaría diez años en recuperar. Pero resultaba que, en lugar de saldarse, la deuda de sueño continuaba creciendo a fuerza de dormir cuatro o cinco horas por noche. Quizá fuera el agotamiento colectivo lo que mantuviera unido al núcleo de la orquesta: al cabo de un tiempo el cansancio agotador se vuelve adictivo, dependes de él para seguir adelante. La gente no paraba de recomendarle que frenase, que parase y descansara... Y estaba muy bien, pero ¿de qué iba a parar y a descansar?
Comieron en silencio y en cuanto terminó, Duke atacó el postre: docenas de vitaminas variadas con agua para tragarlas.     
—¿Ya estás, Harry?     
—Supongo. Pido la cuenta.     
Los dos buscaron a la camarera con la mirada, con ganas ya de regresar al coche.
La carretera mojada brillaba como la plata bajo el sol de mediodía. El cielo estaba despejado salvo por una pálida luna borrosa. Durante el último tramo de viaje Harry había estado incubando la sensación persistente de que el coche no iba bien. Cuando miró el indicador de la gasolina le sorprendió descubrir que se acercaba a cero.
Paró en la primera gasolinera que encontraron. Un perro ladraba, un cartel oxidado de Coca-Cola chirriaba mecido por la brisa. Un dependiente flaco con mala dentadura y gorra de béisbol se acercó renqueando a los surtidores. Parecía que los mosquitos hubieran estado royéndolo la nariz los últimos veinte años. Llenó el depósito, sonriendo, y le preguntó a Harry si el del coche era quien él creía que era. Harry asintió y Duke bajó del coche, estrechó los delgados dedos del tipo y vio cómo la felicidad teñía sus rasgos igual que el amanecer una ciudad en ruinas. Harry comentó que el coche no iba fino y el tipo echó un vistazo bajo el capó, soltando cenizas del cigarrillo sobre el motor. Duke se consideraba el número uno mundial de la navegación, pero la mecánica era otro cantar. Lo mejor que podía hacer era quedarse por los alrededores poniendo cara de interés mientras otro hacía el trabajo y observar los nervios de Harry, que atisbaba por encima del hombro del tipo. El empleado tiró de algunos tubos, limpió algunas piezas, comprobó el aceite y las bujías y gruñó con satisfacción antes de bajar el capó de golpe y tirar la colilla del cigarrillo. —La última gasolina no debía de ser muy buena, Duke —dijo, secándose la frente con el dorso de la mano—. El carburador está bien, el aceite también, no hay que hacerle nada. Solo necesita carretera.     
Harry le sonrió, aliviado y orgulloso como un padre.
De vuelta en el coche, Harry tocó el claxon y Duke saludó mientras se reincorporaban a la carretera.     
—Vuelve cuando quieras, Duke —les gritó el tipo—. Cuando quieras.
—Entonces ¿dónde tocamos exactamente, Duke? —preguntó Harry mientras esperaban en un semáforo a las afueras de la ciudad.     
—Ni idea, Harry. Creía que lo sabías tú. Yo solo sé el nombre de la ciudad.     
—Uf, Duke... No puede ser. Otra vez lo mismo.     
—Sigue conduciendo. Puede que veamos algún cartel o nos encontremos con alguien.
Pasaron junto a vallas publicitarias y casas de vecinos, vías del ferrocarril y lúgubres entradas a bares bien abastecidos. Las banderolas de las gasolineras ondeaban saludos blancos y rojos. Los semáforos se mecían bajo un cielo del tamaño de un continente.     
Era una ciudad en decadencia, que olía a polvo y fábricas tristes. La mayoría de los carteles anunciaban «Cerrado» o «Se alquila». Tras diez minutos buscando un póster por las paredes, Harry aparcó frente a un restaurante de fachada plateada y entró a preguntar. A menudo en el pasado, cuando los dos habían supuesto erróneamente que el otro sabía dónde tocaban, habían entrado en locales parecidos a preguntar si alguien sabía dónde actuaba Duke Ellington esa noche. Normalmente había alguien al corriente, de vez en cuando alguien le reconocía, pero con frecuencia el restaurante en pleno negaba lentamente con la cabeza y preguntaba: Duke ¿qué? Parecía esa clase de sitio, pensó para sí Duke mientras veía desaparecer la silueta alargada de Harry en el restaurante.     Mientras esperaba, giró el retrovisor pare echarse un vistazo, para mirarse las bolsas de canguro de debajo de los ojos y la barba que asomaba por la barbilla como todos los días. Dentro de treinta minutos, de una hora como mucho, estarían en el hotel, tendrían ocasión de dormir unas horas y comer algo, luego saldrían para el concierto y se irían. Si tenía ocasión arañaría una hora para intentar trabajar en una pieza nueva que llevaba dándole vueltas en la cabeza desde que había puesto la radio al amanecer. Nada de lo que escribía acababa como comenzaba, pero ya tenía algunas ideas acerca de sobre quiénes trataría —Pres, Monk, quizá Coleman Hawkins o Mingus— y las cosas que probaría. Lo difícil era saber cómo empezar, con quién empezar. Había considerado diversas posibilidades, pero ninguna —ni Bird, ni Pres, ni Hawk— cubría todo el alcance que buscaba. De pronto se le ocurrió hacerlo al azar, encender la radio y comenzar por quienquiera que estuviera tocando. Al fin y al cabo había sacado la idea de la radio y si resultaba ser alguien que no le gustaba podía pasarlo por alto y volver a probar, ir cambiando de emisora hasta que encontrara a la persona adecuada. Era una locura, pero y qué, lo intentaría. Preguntándose quién sonaría, giró el mando y de inmediato reconoció los primeros compases de «Caravan»; miró al retrovisor y vio la respuesta, sonriente y cansada, mirándolo fijamente a la cara. Al poco vio a Harry saliendo, también con una sonrisa, del restaurante y dirigiéndose al coche.     
—Nos hemos equivocado de ciudad, Duke...

Geoff Dyer - But beutiful

domingo, 27 de julio de 2014

Acerca de Coltrane




Lo mejor que han dicho los negros sobre su alma lo han dicho en un saxo tenor.

Ornette Coleman

No sorprenderá que en este punto aparezca el nombre de Coltrane. Todas las corrientes mencionadas convergen en él. La sensación de peligro que es inherente e inevitable en la arrasadora evolución del jazz se deja oír en Coltrane. Desde principios de los años sesenta hasta su muerte, en 1967, Coltrane suena como si estuviera impulsando a la música a avanzar y, al mismo tiempo, esta tirase de él. Era un consumado intérprete de bebop que trataba constantemente de librarse de las limitaciones formales existentes. En los cinco años que duró, el cuarteto clásico formado por Coltrane, Elvin Jones, Jimmy Garrison y McCoy Tyner —la relación creativa entre cuatro hombres más grande de todos los tiempos— aupó al jazz a una cima de expresividad que rara vez ha superado cualquier otra forma de arte. Es Coltrane quien lidera, pero depende totalmente de la sección rítmica, que no solo le sigue por su laberinto de improvisaciones respondiéndole en una fracción de segundo, sino que le obliga a mayores esfuerzos. Una exploración extrema del potencial de la forma difícilmente parece el medio adecuado para contener la fuerza y la intensidad del hombre en el que la música tiene su origen. En las últimas grabaciones del cuarteto lo escuchamos sufrir en la frontera de lo posible, escuchamos una forma musical altamente evolucionada llevada al límite (Coltrane, como veremos, no se detuvo ahí).     
Un disco clave en el ascendente musical del alma en Coltrane, A Love Supreme, cierra con un largo sueño de inmanencia, una búsqueda de un final que deja al saxo tenor flotando a la deriva sobre la sección rítmica como si fuera humo. First Meditations (for Quartet), un disco que se grabó seis meses después, en mayo de 1965, comienza con ese deseo de acabar: el cuarteto no tiene adónde ir pero no obstante sigue forzándose a avanzar. Toda una cara del disco es un doloroso adiós, los cuatro miembros del cuarteto se despiden: unos de otros, de la cohesión, de la idea del cuarteto como formación capaz de contener el espíritu incansable de Coltrane.     
Resulta evidente a la primera escucha la belleza terrible de las interpretaciones de First Meditations (for Quartet) y Sun Ship (agosto de 1965), bastante similar. Pero no me di cuenta de lo terrible que es hasta que escuché a Pharoah Sanders tocando «Living Space» (grabada originalmente por Coltrane en febrero de 1966) a dúo con el pianista William Henderson. Aunque no tan crudo, el sonido de Pharoah desprende toda la intensidad y la pasión de Coltrane, pero es sereno de un modo desconocido en los años postreros de Coltrane. Me preguntaba por qué (al fin y al cabo la crítica en realidad es solo un modo de articular emociones) y pronto comprendí que tenía que ver con Elvin Jones. A medida que fue evolucionando, el sonido del cuarteto terminó cada vez más dominado por lo que, en esencia, eran peleas entre Coltrane y Jones, cuyas baterías semejan una ola que nunca termina de romper, que siempre está rompiendo. Ya en 1961, al final de «Spiritual», el soprano parece a punto de ahogarse bajo el peso de las baterías, pero luego vuelve a emerger, flotando por encima de la marea de percusiones que le cae encima. Para cuando grabaron Sun Ship, sobre todo «Dearly Beloved» y «Attaining», Jones era mortífero: parece imposible que el saxofón pueda sobrevivir al vapuleo de la batería. Coltrane está en la cruz, Jones clava los clavos a martillazos. La oración se hace grito. Si Jones suena como si quisiera destruir a Coltrane, está claro que este quería —necesitaba— que lo intentara. Efectivamente Coltrane quería que Jones fuera todavía más allá, y durante un tiempo se enfrentó a dos bateristas: Jones y Rashied Ali, un intérprete todavía más salvaje. Las últimas grabaciones de Coltrane fueron dúos con Ali, pero su relación no transmite la misma sensación de compulsión incesante que la que tuvo con Jones.     
Coltrane había empleado en diversas ocasiones a músicos como Eric Dolphy para complementar el núcleo del sonido del cuarteto. A partir de 1965 fue añadiendo músicos continuamente, con los que inundó el cuarteto y alcanzó una densidad sonora casi impenetrable, rechazando la versión de First Meditations del cuarteto en favor de otra más extrema con la participación de Pharoah Sanders y Rashied Ali. Al no tener clara cuál podría ser su aportación a semejante formación, Tyler abandonó el cuarteto en diciembre de 1965 y Elvin Jones, tres meses después. «A veces no conseguía oír lo que estaba haciendo... De hecho, ¡no oía a nadie! —dijo Jones—. Solo oía un montón de ruido. No sentía la música, y cuando no la siento, no me gusta tocar».
En buena parte de la fase final de Coltrane (cuando el núcleo del grupo lo formaban Garrison, Ali, Sanders y Alice Coltrane al piano) hay poca belleza y muchas cosas terribles. Es una música concebida in extermis que también se escuchaba mejor in extremis. Mientras que las preocupaciones de Coltrane iban tomando un cariz cada vez más religioso, su música presentaba mayoritariamente un paisaje violento, plagado de caos y alaridos. Es como si intentara absorber toda la violencia de la época en su música para dejar un mundo más pacífico. Solo muy de vez en cuando, como en la evocadora «Peace on Earth», por fin parece capaz de participar de la respuesta que confiaba en crear.   

Geoff Dyer - But beutiful  

miércoles, 23 de julio de 2014

El jazz y las drogas

Autor: Herman Leonard
A cualquiera que comience a interesarle el jazz le sorprende desde el principio el gran número de bajas entre sus practicantes. Incluso alguien que no esté especialmente interesado habrá oído hablar de Chet Baker, que se ha convertido en el arquetipo del músico de jazz maldito, el derrumbe de su bello rostro ha servido de fiel expresión de la relación simbiótica entre el jazz y la drogadicción. Por supuesto un sinfín de músicos de jazz negros mucho más dotados que Chet —y algunos blancos— tuvieron vidas infinitamente más trágicas (al fin y al cabo Chet pudo vivir a la estela de su propia leyenda).  Prácticamente todos los músicos negros sufrieron discriminación racial y malos tratos (Art Blakey, Miles Davis y Bud Powell recibieron brutales palizas de la policía). Mientras que los tipos que como Coleman Hawkins y Lester Young dominaron el jazz de la década de 1930 acabaron alcoholizados, la generación de músicos que forjó la revolución bebop en los años cuarenta y consolidó su desarrollo en los cincuenta cayó víctima de la adicción a la heroína, prácticamente una epidemia. Muchos se desengancharon con el tiempo —Rollins, Miles, Jackie McLean, Coltrane, Art Blakey—, pero la lista de quienes nunca se engancharon conformaría un muestrario de talento muchísimo menos impresionante que la de los drogadictos. La adicción a las drogas conducía directamente (casos de Art Pepper, Jackie McLean, Elvin Jones, Frank Morgan, Rollins, Hampton Hawes, Chet Baker, Red Rodney, Gerry Mulligan y otros) e indirectamente (casos de Stan Getz, al que pillaron atracando una tienda, y Thelonious Monk, que no se metía heroína) a la cárcel. El camino hacia las alas de psiquiatría de los hospitales, aunque mucho más tortuoso, estaba igual de transitado. Monk, Mingus, Young, Parker, Powell, Roach... Fueron tantas las figuras punteras de las décadas de 1940 y 1950 que padecieron alguna crisis que apenas sería una leve exageración afirmar que Bellevue tiene tanto derecho a considerarse la cuna del jazz moderno como el Birdland.     
Los estudiantes de literatura suelen ver las tempranas muertes de Shelley y Keats, a los treinta y a los veintiséis años respectivamente, como la culminación del destino maldito de la agonía romántica. También en Schubert vemos el tipo esencial del talento romántico, consumiéndose en el proceso mismo de florecer. En los tres casos parece insinuarse que la muerte prematura es una condición de la creatividad. Intuían que el tiempo se les acababa y su talento tuvo que florecer en pocos años en lugar de madurar tranquilamente a lo largo de tres décadas.     
Para los músicos de jazz de la era bebop llegar a la mediana edad parecía casi un sueño de longevidad. John Coltrane murió con cuarenta años, Charlie Parker con treinta y cuatro; hacia el final de sus vidas los dos admitieron que ya no sabían hacia dónde tirar musicalmente. Muchos otros han fallecido en la cima de sus facultades o antes de desarrollar todo el potencial de su talento. Lee Morgan murió cuando tenía treinta y tres años (le dispararon durante una actuación), Sonny Cris se suicidó cuando tenía treinta y nueve años, Oscar Pettiford murió cuando tenía treinta siete años, Eric Dolphy cuando tenía treinta y seis, Fats Navarro cuando tenía veintiséis, Booker Little y Jimmy Blanton cuando tenían veintitrés.     
En contadas ocasiones su talento era tan prodigioso que al morir ya habían producido una obra importante... un logro que subraya dolorosamente lo mucho que podrían haber conseguido en los años venideros. Clifford Brown ya se había afianzado como uno de los grandes trompetistas de todos los tiempo cuando murió en un accidente de tráfico a la edad de veinticinco años (junto con el pianista Richie Powell, hermano de Bud Powell); cuando piensas que si Miles Davis hubiera muerto a la misma edad no habría grabado nada después de The Birth of the Cool comienzas a intuir la magnitud de la pérdida.Dado el estilo de vida —alcohol, drogas, discriminación, viajes extenuantes, horario agotador— es de esperar una expectativa de vida ligeramente menor a la de quienes toman un camino más tranquilo en la vida. Pero aun así, el daño sufrido por los músicos de jazz es tal que uno se pregunta si no hay algo más, algo en el género mismo que se cobró un peaje terrible en quienes lo crearon. Que la obra de los expresionistas abstractos de algún modo los impelía a la autodestrucción —Rothko se rajó las venas sobre el lienzo; Pollock se estampó borracho contra un árbol— es un tópico de la historia del arte. En la literatura del mismo período la idea de que cierta lógica inexorable de la poesía de Silvia Plath la condujo al suicidio, de que la locura de Robert Lowell y John Berryman constituía —por tomar prestado el título del estudio de Jeremy Reed del fenómeno— «el precio de la poesía» nos resulta igual de conocida y convincente. Da igual lo que pensemos al respecto, el expresionismo abstracto y la poesía confesional son solo interludios en la escala temporal más amplia de la pintura y la poesía modernas. ¿Qué pensar entonces del jazz, que desde el momento mismo de su concepción parece haber causado estragos entre quienes lo tocan? Buddy Bolden, considerado universalmente el primer jazzista, enloqueció durante un desfile y pasó los últimos veinticuatro años de vida internado en un manicomio. «Bolden enloqueció», dijo Jelly Roll Morton, «porque echaba los sesos por la trompeta Si al principio parece melodramático sugerir que hay algo inherentemente peligroso en el género, a poco que se medite nos preguntaremos cómo podría ser de otro modo. El comentario de Dizzy Gillespie —esta música solo va a una parte: adelante— podría haberse hecho en cualquier momento del siglo XX, pero a partir de la década de 1940 el jazz avanzó con la fuerza y la fiereza de un fuego devorando un bosque. ¿Cómo podría haberse desarrollado tan rápido y con tanta intensidad emocional una disciplina artística sin cobrarse un enorme precio en vidas humanas? Si el jazz tiene una conexión vital con «la lucha universal del hombre moderno» ¿cómo podrían los hombres que lo crearon no quedar marcados por las cicatrices de dicha lucha?

Geoff Dyer - But beutiful

domingo, 20 de julio de 2014

Algunas razones para entender la enorme evolución del jazz

Autor: Herman Leonard

Una de las razones por las que el jazz ha evolucionado tan rápido es que los músicos se han visto forzados, aunque solo sea para ganarse la vida, a tocar noche tras noche, dos o tres actuaciones por noche, seis o siete noches por semana. No solo a tocar, sino también a improvisar, a inventar sobre la marcha. Lo que ha tenido consecuencias aparentemente contradictorias. Rilke esperó diez años a que el vendaval de inspiración que le empujó a empezar las Elegías de Duino volviera a soplar y le permitiera completarlas. Los músicos de jazz ni se plantean esperar a que les llegue la inspiración. Paradójicamente, pues el compromiso de la improvisación de cada noche, en las grabaciones y en los clubs, impele a los cansados músicos a tocar sobre seguro, a confiar en fórmulas comprobadas y trilladas. Sin embargo las exigencias de la improvisación constante implican que los músicos de jazz habiten en un perpetuo estado de alerta creativa, de predisposición habitual a inventar. Una noche cualquiera la interpretación de cualquier componente de un cuarteto puede ser lo bastante enérgica para elevar la actuación del resto del grupo hasta que un escalofrío recíproco recorra a espectadores y músicos por igual: de pronto la música está pasando. Las condiciones laborales de los músicos de jazz, además, conllevan que se disponga de cantidades ingentes de material para grabar (cada año se publican docenas de actuaciones inéditas de músicos de la talla de Coltrane y Mingus). Tras un par de escuchas, gran parte de dicho material suena del montón, pero incluso mientras lo estás pensando también te sorprende lo alta que es la media de calidad. O mejor dicho, puesto que el corolario de dicha observación es el crucial, te sorprende lo alto que pone el listón de calidad esta música, lo rápido que te vuelves indiferente a cualquier cosa que no esté tocada por la grandeza. La sensación que crea el jazz cuando pasa de verdad es tan sutil pero inequívocamente distinta de cuando la banda se limita a tocar que, en comparación, gran parte del catálogo jazzístico (y muchas actuaciones en directo) palidece. Saber esto —conocer esta sensación— enfrenta a los músicos de jazz a una cuesta empinada y desalentadora, sobre todo cuando en buena medida lo que constituye la grandeza en el jazz escapa al alcance de la técnica; en especial cuando, como coinciden todos los artistas, tienes que entregarte plenamente en la interpretación, cuando la música depende de tu experiencia, de lo que tienes que ofrecer como persona. «La música es tu experiencia, lo que piensas, tu sabiduría —dijo Charlie Parker—. Si no lo vives, no saldrá por el instrumento». Muchos músicos de la era del bebop —Red Rodeny es el mejor ejemplo— recurrieron a la heroína porque confiaban en que los pondría en contacto con lo que fuera que proporcionase al adicto impenitente de Charlie Parker la capacidad aparentemente infinita de inventar música. Ahora ocurre algo similar con los atletas, los deportistas toman drogas que potencian el rendimiento porque los estándares de su disciplina parecen exceder lo que puede conseguirse sin ayuda química.

Geoff Dyer - But beutiful

jueves, 17 de julio de 2014

Jazz, definición II

Autor: Herman Leonard
El origen de un nombre

Aunque los expertos en jazz han abandonado gradualmente todas las teorías acerca del momento exacto y el lugar en que surgió, dichas teorías no carecen de encanto. Una de ellas asegura que el jazz se inventó el 17 de noviembre de 1887, a la una de la madrugada, en una marisquería de Nueva Orleans popularmente conocida como "Loopy's Place". Bajo los efectos de un whisky de fabricación casera, un ayudante de barbero de unos 40 años, Thermidus Brown, a quien sus amigos y admiradores llamaban "Jazz-bo" por su elegante forma de vestir -el "bo" equivaldría al "beau" francés-, tomó una corneta increíblemente baqueteada, que había animado los fragores de la Guerra de Secesión, y empezó a juguetear con una melodía y a romper el ritmo de las frases musicales.
Más tarde, los estudiosos llamarían sincopación a aquellos jugueteos, pero Brown sólo intentaba recuperar los ritmos del banjo que de joven había escuchado en la plantación donde trabajaba como esclavo. La extraña calidad de aquella música excitó mucho a los presentes, que salieron de la marisquería y llamaron a cuantos pasaban por la calle. La voz se fue corriendo. De todas partes llegó gente para asistir al nacimiento del género, y ante la relativa estrechez de local Brown tuvo también que salir a tocar bajo las estrellas. Fue su noche de mayor gloria.
Aquellos seductores sonidos no tardaron en ser copiados por los músicos de las orquestas de baile locales y por los que actuaban en los barcos de vapor que surcaban el Mississippi. Algunos, como un tal Charles "Buddy" Bolden, que alardeeaba de que su trompeta podía oirse a veinte kilómetros de distancia, se atribuyeron la invención.
Brown se ahogó cierta noche de 1894, al caer de un barco fluvial. Había estado bebiendo varios días seguidos, abrumado porque sentía que la hayan arrebatado la fama y porque creía haber perdido la inspiración de aquella madrugada de siete años antes.
En "Ismos" (1931), libro también un tanto sincopado, Ramón Gómez de la Serna da su propia versión de la hazaña de Thermidus Brown.

El Jazz - Vicente Muñoz Puelles

Disquisición

Si se le ocurre sostener que "jazz" es la corrupción onomatopéyico de la palabra "Jars" que los naturales de Gambia utilizaron para significar el cambio de música que se produjo cuando, a consecuencia de la llegada de un cargamento de la famosa mermelada Cooper's Oxford, a dichos nativos les dio por golpear los botes de cristal vacíos con huesos secos de buitre (es imprescindible ser muy preciso en esta clase de detalles porque dan mucha verosimilitud), bien, adelante, sosténgalo. Poca gente se atreverá a contradecir tan documentada afirmación. O si prefiere remontar sus orígenes a la palabra "jizz", utilizada por los negros americanos para referirse a un tipo de actividad horizontal, tampoco habrá quién le contradiga.

Peter Grammond y Peter Clayton - Cómo dárselas de experto en jazz

martes, 15 de julio de 2014

Jazz, definición I

Autor: Herman Leonard
Definición

El jazz es la más enigmática de las formas musicales, porque no concuerda con las definiciones que se dan de él. Suele creerse, por ejemplo, que todo el jazz se improvisa, pero hay piezas de larga duración como "Fontaninebleau", de Tadd Dameron, que han sido compuestas enteramente en papel pautado. Se dice que jazz es sinónimo sincopación, lo cual es aún más inexacto, porque mucha música sincopada no es jazz. También se afirma que el jazz debe su peculiar naturaleza a sutiles e ingeniosas variaciones de la pulsación rítmica, cuando el dinamismo rítmico está ausente en ciertos ejemplos de jazz auténtico, tanto antiguo como moderno.
Cansados de su naturaleza plural y contradictoria, algunos han optado por definiciónes perogrullescas, como: "Jazz es toda música tocada por músicos de jazz".
Entre tanta indeterminación se abre paso una certeza. Mientras en la mayor parte de la música convencional el intérprete procura transmitir los hallazgos del compositor, en jazz el ejecutante es el propio compositor o alguien que actúa con tanta libertad como si lo fuera, y que cuando toca un tema lo hace de la manera más personal y diferenciada posible, como si pusiera su identidad en juego.

El Jazz - Vicente Muñoz Puelles

¡Otra vez, jazz!

¿Fecha de nacimiento del jazz? ¿Qué importa el origen, si se ha adaptado a la época y ha roto la enervadora música de los halagos mustios?
¿Qué importa que esa sucesión del viejo charivari* -gran charivari el de toda época- nos venga de Norteamérica y se sostenga que procede de una orquesta que había en el café Schiller en 1915, y en la que el negro Jasbo Brown, en la hora más excitada por las avispas de los cocktails, era interpelado con gritos de "¡Otra vez Jasbo!", y por fin, en abreviatura: "¡Otra vez, Jazz!"?

Charivari. Del francés charivari. Expresión derivada del periódico satírico parisiense Charivari, fundado en 1832 por Charles Philipon. Significa guirigay, algarabía.

Ismos - Ramón Gómez de la Serna

lunes, 14 de julio de 2014

Charlie Haden RIP




Ha fallecido a los 76 años de edad, el contrabajista Charlie Haden, el músico que abandonó el country por el jazz tras escuchar una noche en Omaha un concierto de Bird en Jazz at the Philarmonic. 

Nadie os lo puede contar mejor que Chema García Martínez.

domingo, 13 de julio de 2014

Amsterdam

Autor de la fotografía: William Claxton
En Amsterdam no se alejaba del hotel, daba breves paseos y se detenía en los puentes mientras bandas de yonquis desgarbados pasaban arrastrándose, sin saber que su santo patrón los observaba desde las sombras. La ciudad zumbaba a su alrededor: al cruzar la calle miraba a derecha e izquierda cuatro o cinco veces pero constantemente tenía que esquivar a bandazos tranvías, coches pitando y los timbres de viejas bicicletas. Una ciudad hecha de ventanas, que no escondía nada. pasaba por delante de ventanas enrojecidas por los labios de chicas que le saludaban, viejos comercios que parecían casas, casass viejas que parecían comercios. Apenas hablaba, y cuando lo hacía parecía simple coincidencia que su boca articulara las palabras que flotaban en el aire como la niebla. Sabía que se mantenía artificialmente con la vida a la gente mediante equipos de sopote vital y le parecía que en eso se había transformado su cuerpo...y cuando lo apagaran ni siquiera se daría cuenta.
De vuelta en el hotel veía trozos de vídeos, marcaba números de teléfono, fumaba y esperaba, dejando que la habitación se oscureciera a su alrededor. Por la ventana miraba las luces de los cafés que moteaban el canal igual que las hojas, escuchaba las campanas repicando por encima de las aguas negras. El viejo cuento de que al morir ves pasar toda tu vida ante ti. Su vida llevaba pasándose por delante desde que tenía uso de razón, como mínimo desde hacçia veinte años, quizá llevara todo ese tiempo muriéndose, quizá los últimos veinte años fueron simplemente el largo momento de su muerte. Se preguntaba si le daría tiempo de regresar de nuevo al hogar, a dondequiera que hubiera nacido, a Oklahoma, de convertirse en una piedra del desierto. Las piedras no estaban muertas, eran la versión pétrea de los peces que permanecen en el lecho del océano fingiéndose otra cosa. Las piedras eran el estado que buscan alcanzar los budistas y los gurús, meditación transformada de acción en cosa. Las ondas de calor era las señales de la respiración del desierto.
Entre el destello de las baldosas del lavabo se miró en el espejo y no vio nada, ningún reflejo. Se colocó justo delante, miró al frente y no vio ni rastro de su persona, solo las toallas, gruesas y níveas, colgadas detrás de él. Sonrió, pero el espejo no corroboró nada. Una vez más, no tuvo miedo. Pensó en vampiros y no muertos, pero le pareció más bienque había entrado en el reino de los no vivos. Miró fijamente el espejo, recordando los cientos de fotografías suyas repartidas por discos y revistas de todo el mundo. Cocgió de la mesa de la habitación principal la portada de un disco que mostraba una fotografía que le había sacado William Claxton hacía años en Los Ángeles. De vuelta en el baño, la levantó y miró el reflejo en el espejo. Flotando en el aire, enmarcado por las toallas y las baldosas del lavabo, el espejjo lo mostraba sentado al piano, con la cara reflejada en la tapa, perefcto como un Narciso despeinado junto al estanque. Se quedó mirando varios minutos, bajó el disco y, una vez más, solo vio una expansión nevada de toallas.

Geoff Dyer - But beutiful / Un libro de jazz

jueves, 10 de julio de 2014

Paquito y Tete

Américo se había enterado que yo andaba por Madrid, y me pidió que viniera por un par de días a Barcelona, a tocar con el gran pianista catalán Tete Montoliu en el jazz —club La Cova del Drac, de Ramón Tordera. 
Yo admiraba mucho al Tete, así que arranqué pa' Barcelona sin preguntar ni cuánto iba a ganar (los músicos somos tan gilipollas como para eso y mucho más). El resto de la banda eran: otro uruguayo baterista llamado Aldo Caviglias, el tenorista americano Bobby Stem, un bajista que no recuerdo, Américo y yo. 
La impresión que sentí al escuchar a aquel pianista por primera vez fue similar a la que sentí aquella tarde con Chucho en el Havana 1900, y fue casualmente Chucho quien primero me hablara de este artista formidable, un hombre ciego, pero parece que tuviera un ojo en cada dedo. Tete fue uno de esos artistas que conocimos gracias al programa de Willis Conover en la VOA. 
Una vez, de gira con el pianista catalán, llegué encabronadísimo al camerino por unas estupideces que había escrito sobre nosotros, en el diario, un periodista, y el pianista, para calmarme, me preguntó: —Oye, cubano exaltao, ¿has estado tú alguna vez en las Baleares? —Yo le contesté negativamente, pues en aquel tiempo aún no había tenido oportunidad de visitar las bellas islitas españolas del Mediterráneo. —Bueno, pues te cuento que en cierta ocasión armaron un All-Stars Big-Band para una tournée por España, con un montón de músicos americanos que trajeron de New York, y “el copón divino, macho.” Y la cosa es que cuando tocamos en Palma, Ibiza, Menorca, no me acuerdo bien, un crítico hijo de la gran puta (como el 99% de ellos) escribió en el diario local de la mañana que nuestro concierto había sido un verdadero desastre, y que lo único que valía la pena de toda aquella orquesta era la actuación estelarísima del vibrafonista Bobby Hutcherson. Después de una pausa, y como buscando entre sus pensamientos la mejor forma de relatarme el final de su historia, el Tete dijo finalmente: —El avioncito que vuela a aquellas islas, cuya marca creo que es alemana, les causa mucha gracia a los norteamericanos pues se llama el Focker, es muy pequeño, y en aquella ocasión no hubo espacio para el vibráfono de Bobby, de modo que el instrumento jamás llegó al teatro donde tocamos aquella noche, y donde, según dijo el cabrón periodista, lo único bueno del concierto fueron los solos de vibráfono de Bobby Hutcherson —terminó riendo a carcajadas el músico catalán. 
A finales de 1997 nos llegó la triste noticia de la muerte prematura de Tete, víctima de un cáncer pulmonar, pues aunque recientemente había dejado de fumar, la nicotina que había consumido durante tantos años, más la que nos obligan a consumir involuntariamente los fumadores empedernidos en aviones herméticamente cerrados, clubes nocturnos y otros sitios públicos y privados, acabaron de una vez con la vida del insigne pianista. Y para honrar la memoria del estimado artista, se organizó un concierto en el nuevo y bellísimo Teatro Alfredo Kraus, de Las Palmas de Gran Canaria, donde participamos Cedar Walton, Billy Higgins, David Williams, Johnny Griffin, yo y el vibrafonista Bobby Hutcherson, quien fue una de las mayores atracciones de la noche.

Paquito D'Ribvera - Mi vida saxual

miércoles, 9 de julio de 2014

Equivocado de tiempo y lugar

Tete Montoliú: equivocado de tiempo y lugar

Whisky y Jamboree fueron no sólo escaparate para el jazz foráneo sino también, y a falta de academias especializadas, la escuela en que se forjó una generación de jazzmen: los músicos de la casa.
De entre los de la tierra, destacaba por derecho propio y méritos de jazzista, el nombre de Tete Montoliú, "pianista sutil que pareciera haberse equivocado de tiempo, lugar incluso de color de piel, cuyo talento, comparable al de el mejor pianista bop, explotó por estos años.
A raíz de sus actuaciones en los festivales de Cannes (1958), San Remo (1959) y Berlín (1961), "sorprendió, intrigó, sedujo, conmovió, entusiasmó al pequeño mundo de los aficionados al jazz". Le dedicaron epítetos elogiosos Ben Webster y Kenny Dorham, quien apercibió al saxofonista Joe Henderson: "tienes que escuchar a ese 'motherfucker'… en el buen sentido de la expresión, naturalmente".
Los años de la crisis (primeros sesenta) que cercenó de jazz a la Ciudad Condal, los paso Montoliú como pianista de la casa en los clubs Blue Note de Berlín y Montmartre de Copenhague.
"Ahora sí que encontrado lo que me gusta, -declaró por aquellos días- es esto: toca con sencillez y tranquilidad, seguro de mí mismo, en completo relax, sin preocuparme de lo que hagan otros pianistas en otros sitios".
Por el mismo precio, tuvo la oportunidad de alternar con gigantes del jazz de la categoría de Dexter Gordon, Niels-Henning Orsted Pedersen y el inefable Rahsaan Rolando Kirk.
En el año 1967, vil el pianista cumplirse dos de sus aspiraciones: tocar en Nueva York y regresar a su ciudad natal, una vez que la actividad jazzística se hubo estabilizado por acción del recién abierto Jamboree.
A la ciudad de los Rockefeller fue por cuenta de la Cámara de Comercio, acompañando a la cantante Nuria Feliú. Según ha contado el propio Montoliú, ocurrió que alguien, medio en broma, le ofreció la posibilidad de grabar un disco en el Village Gate con el acompañamiento a su elección. Ni corto ni perezoso se decidió por Richard Davis y Elvin Jones, la rítmica de John Coltrane. Al día siguiente, les tenía a los dos a su disposición:
"ambos pensaban que por ser español, ciego y sin cartel, mi intervención se convertiría en una merienda de negros… con perdón. De ahí, a preguntarle si tenía un negro en la familia: toca usted como nosotros".
De vuelta casa, grabó dos discos con el título de A tot jazz para Concentric, una compañía independiente dedicada a la nova canço acompañado por el batería Billy Brooks y el contrabajista Eric Peter. A años vista, lo mejor y lo más serio que se hizo en los años 60 en España, por lo que toca al jazz. En el terreno de lo anecdótico, aunque no por ello desprovistos de interés, se cuentan los tres discos dedicados al bolero, la/el samba y las canciones de Joan Manuel Serrat.

Chema García Martínez - Del fox-trot al jazz flamenco

domingo, 6 de julio de 2014

Bebop

Bebop
A comienzos de la década de los 40 algunos músicos de jazz negros acostumbraban a aparecer por un club turno de Harlem, Minton's Playhouse (Teatro Minton) en la calle 118 Oeste después de la jornada de trabajo, para tocar juntos en jam sessions. A veces se reunían en el cercano club Clark Monroe 's Uptown House (Casa en las afueras de Clark Monroe). En el grupo solían estar el pianista Thelonious Monk, el batería Kenny Clarke, el guitarrista Charlie Cristian y el trompetista Dizzy Gillespie. Los músicos solían experimentar con la creación de algo más exigente y estimulante que el jazz que se tocaba por entonces. Poco a poco, las noticias de estos experimentos se filtraron en el mundo del jazz, y los artistas de ese género comenzaron a frecuentar el Minton's para escuchar y participar en el grupo; algunos venían desde sitios tan lejanos como Chicago.
Todos los músicos de jazz del primitivo grupo del Minton's tenían algo especial que ofrecer. Charlie Christian (1919-1942), que había tocado en orquesta de Benny Goodman (1939-1941), tocaba la guitarra eléctrica como si fuese una trompa, produciendo melodías largas y fluidas que se prestaban a aparecer como solos o líneas melódicas en los pasajes conjuntos. El estilo de piano de Thelonious Sphere Monk (1917-1962) era sombrío y destacaba por un uso sutil de la dinámica; sus melodías improvisadas eran muy originales, austeras y angulosas.  Kenneth "Kenny" Clarke (1914-1985) había tocado con la banda de Teddy Hill en 1939-1940 y acabaría llevándose a una parte de la banda a tocar en el Minton's bajo su dirección. Su estilo de tocar la batería, inspirado en el de Jo Jones, mantenía la pulsación constante en el platillo superior mientras utilizaba el bombo para tocar esquemas rítmicos o ataques súbitos. En la época de las sesiones del Minton's John Birks "Dizzy" (vertiginoso) Gillespie (1917-1933) tocaba en la orquesta de Cab Calloway; anteriormente había tocado con Teddy Hill y Mercer Ellington. Influido por el estilo de Roy Eldridge la forma de tocar la trompeta de Gillespie era enérgica, poderosa e incisiva, con frases breves y discontinuas.
Otras figuras influyentes en la evolución de la nueva música fueron el contrabajista Jimmy Blanton (1918-1942) y el saxo tenor Lester "Prez" Young (1909-1959). Blanton había tocado con la banda de Duke Ellington durante los años 1939-1941. Su innovación consistió en transformar el contrabajo, de un instrumento que tocaba principalmente notas sobre las cuatro pulsaciones de un compás a un instrumento solista que tocaba melodías fluidas, con escalas rápidas, frases claramente definidas e ingeniosos giros melódicos. Young difundió un enfoque ligero y "fresco" de la técnica del saxo utilizando una nota limpia que evitaba el vibrato y tocando melodías de frases irregulares.
En 1942, Charles Christopher "Bird" (pájaro) o "Yardbird" (recluta novato) Parker (1920-1955) se unió a las sesiones del Minton's. Su estilo de tocar el saxofón procedía del blues, pero Parker yuxtaponía libremente notas planas y sonoras con notas delgadas estridentes, frases ligadas y fluidas con motivos breves en staccato, acentos sobre la pulsación y fuera de ella. Otros dos habituales del Minton's eran Earl "Bud" (capullo) Powell (1924-1966), cuyo estilo rápido y personal de tocar el piano dejó su impronta sobre la nueva música, el batería Max Roach (1924), cuyo estilo ligado aunque fuertemente rítmico se imitó frecuentemente.
En 1943, algunos de los líderes del movimiento de la "nueva música" tocaban en la bada de Earl Hines, pero debido a la prohibición que a nivel nacional pesaba sobre las grabaciones, se conservó poca música para la historia. Al año siguiente, un grupo organizado por Billy Eckstine se convirtió en la primera banda que tocó públicamente y grabó la nueva música. Gillespie era el director musical de la banda además de su trompetista. Por la orquesta desfilaron (en diversos momentos) los trompetistas Theodore "Fats" Navarro, Miles Davis y Kenny Dorham, los saxofonistas tenores Gene Ammons, Dexter Gordon y Eli "Lucky" (afortunado) Thompson, el saxofonista alto Charlie Parker, el barítono Leo Parker, el pianista John Malachi, El contrabajista Tommy Potter, el batería Al Blakey los cantantes Sarah Vaughan y Eckstine, que también tocaba el trombón. Hacia mediados de los años 40 la nueva música se mudó a la calle 52 Oeste, entre la Quinta y la Sexta Avenida, donde unos cuantos night clubs de pequeñas dimensiones dieron acogida a los músicos de jazz, negros y blancos.
En 1943 Gillespie pasó a tocar en el Onyx Cluc, en la calle 52, donde formó un quinteto que agrupaba a Max Roach, el pianista blanco George Wallington, el bajista Oscar Pettiford como codirector y, al poco tiempo, Carlos "Don" (gran hombre) Byas al saxofón tenor. En aquel momento actuaban también en el Onix Billie Holiday y el trío de Al Casey. El mejor quinteto de Gillespie se formó un año más tarde, con Roach, Parker, Powell y el bajista Dillon "Curley" (rizoso) Russell (más tarde hubo cambios en los integrantes).
Dizzy consideraba la formación del primer quinteto del Onyx como el nacimiento de la era bebop. Más tarde explicaría cómo se originó el nombre:
"Tocábamos un montón de melodías originales que no tenían titulo. Sólo escribíamos una introducción y un primer estribillo. Yo decía 'Dee-da-pa-da-n-de-bob…' y atacábamos. La gente, cuando quería pedir uno de aquellos números y no sabía el nombre, pedía bebop. Y la prensa se enteró y comenzó utilizar la palabra bebop. La primera aparición impresa del término bebop tuvo lugar mientras tocábamos en el Onyx Club.
La melodía "Bebop" se escribió hacia la misma época. Pensamos que necesitábamos una melodía que llevase el nombre. Yo había compuesto una cosa rápida y la llamé 'Bebop' más tarde, cuando se grabó. He escrito dos melodías más, plagiadas de mí mismo, 'Things to come' y 'Things are here'; ambas surgieron de los cambios de acordes de 'Bebop', los mismos cambios."

Eileen Southern - Historia de la música negra norteamericana

jueves, 3 de julio de 2014

Highway 61, la Ruta del Blues:

Os dejo este impagable artículo escrito por Manu Grooveman en su excelentísimo blog .

Highway 61, la Ruta del Blues: de Nueva Orleans a Chicago

En el imaginario colectivo de todos, la Ruta 66, la carretera Madre de Norteamericana, no tiene rival alguno como icono popular internacional. Sin embargo su “hermana pequeña”, la Highway 61 o Ruta del Blues, no tan conocida —disco de Dylan aparte—,  plantea un recorrido mucho más iniciático. Profundiza en las entrañas de Estados Unidos: en su historia, en su sociedad, en su idiosincrasia y, cómo no, en su música, para explicar mejor que nadie su maravilloso legado cultural. En su trazado está la respuesta a muchas preguntas que aún hoy nos planteamos. Las raíces del blues, del jazz, del soul o del rock se esconden entre su asfalto. Imposible adivinar a dónde vamos sin saber de dónde venimos. Transitar la Ruta 61 es algo más que un viaje…

Louis Armstrong, Martin Luther King, Elvis Presley o Muddy Waters son tan solo algunos de los personajes legendarios que deambularon por estas carreteras para escribir su leyenda. El comercio de esclavos, los derechos civiles, la segregación racial, el éxito o el fracaso… el gran sueño (o pesadilla)  americano en definitiva. La Ruta 61 sigue el curso inverso del no menos emblemático río Mississippi. Desde el Sur al Medio Oeste. Aunque geográficamente empieza en Nueva Orleans para acabar en  Minnesota, tras más de 2.300 kilómetros, la ruta emotivo-musical se desvía unas millas para finalizar irremediablemente en Chicago.

El 8 de agosto de 1922 un mozalbete llamado Louis Armstrong abandonaba su Nueva Orleans natal a bordo del Illinois Center Railroad con rumbo a Chicago. Allí se convertiría en una estrella. La historia del jazz cambió para siempre. En el mismo mes de agosto, pero 90 años después, quise emular ese viaje y experimentar en carne propia todas las sensaciones de aquellos músicos pioneros. Porque no solo fue Armstrong, muchos otros afroamericanos se vieron obligados a dejar su hogar en el Sur para buscarse un mejor porvenir en el Norte. Es un fenómeno conocido como la GranMigración. Afortunadamente, mis circunstancias personales nada tenían que ver con esa dramática situación, así que después de meses ahorrando y  preparándolo,  la última semana de agosto, junto a mi pareja, me embarqué hacia la primera parada: Nueva Orleans. Aparte de la banda sonora, como compañero inseparable, el fantástico libro The Blues Highway de Richard Knight.

Jazz y el huracán

Inevitable hacerse una imagen previa, pero es peligroso idealizar ciertos lugares. Yo tenía idealizado Nueva Orleans. Muchos libros, películas, series y canciones invitaban a pensar en una ciudad donde la música suena por todas partes. Y en cierto modo es así. Tal vez no la música auténtica que yo estaba buscando, pero música al fin y al cabo. Me alojé al lado del French Quarter, centro turístico por excelencia. Solo había que atravesar Canal Street, con sus tranvías, palmeras y grandes cadenas de hoteles, para llegar a Bourbon Street. Los seguidores de la serie de la HBO, Treme —una magnífica radiografía del Nueva Orleans post-Katrina— habrán visto cómo personajes como DJ Davies denostan sistemáticamente el ambiente hedonista de Bourbon Street por su artificialidad. Estando allí, uno lo entiende todo. La calle es un desfile continuo de turistas borrachos, artistas callejeros, vendedores de ofertas 3x1, coches de policía y todo tipo de personajes curiosos... Debe de ser la única vía pública en todo Estados Unidos donde se puede consumir alcohol sin problema.  Ahora bien, el olor etílico, los restos de basura y otras fragancias más escatológicas producen una sensación de mareo.  No hace falta entrar dentro para oír a las bandas.  Desde fuera las trompetas del jazz se funden con las guitarras eléctricas del rock. Versiones de los Rolling Stones y Bon Jovi a la vez que clásicos comoWhen the Saints go marchin’ in. Locales de comida basura  junto a restaurantes de especialidades sureñas criollas. Sporthouses (puticlubs) al lado de tiendas de souvenirs. Una mezcla extraña, pero pintoresca. En un contexto no muy diferente a este nació el jazz.

Pero el jazz verdadero en el French Quarter, salvo excepciones, es algo residual y sirve tan solo como reclamo turístico. Hay algunos sitios recomendables en Decatur Street, pero los clubes más auténticos están dispersos por la ciudad. Frenchmen Street, al lado del Quarter, ofrece un buen puñado de ellos, como el Spotted Cat donde se juntan bohemios, hippies y residentes. Lo que yo vi fueron bandas y público blancos, apenas negros. Hangin’ on Treme encuentras algunos criollos, pero también blancos de clase media-alta que se han mudado al barrio tras el éxito de la serie. ¿Dónde están los negros en Nueva Orleans? En la rutina del día a día no hay clubes, ni parades, ni entierros, ni animación callejera. En la misa dominical de St Augustine’s Church más de la mitad de los asistentes son turistas, eso sí, la banda del reverendo anima el cotarro como nadie. Así da gusto ir a misa.

Parque Louis Armstrong
Quedarse en lo turístico es llevarse una imagen incompleta, pero cuando uno quiere visitar los lugares históricos del jazz, la ciudad se lo pone difícil. Parece que a Nueva Orleans no le gusta regodearse en su pasado y eso que posiblemente tenga una de las herencias musicales más prolíficas del país.  El famoso Storyville, o el barrio donde nacieron y crecieron los pioneros del jazz, el eje Perdido Street- South Rampart Street en Uptown, están deliberadamente borrados del mapa. Un par de placas de recuerdo y poco más. Ni rastro de los escenarios donde se engendró el jazz. Los intereses especulativos o la dejadez política pueden ser el motivo, aunque el Katrina suele servir como excusa para todo. De lo poco que se conserva es Congo Square, ubicada en el Louis Armstrong Park. Antaño era el único lugar de la ciudad donde los esclavos africanos podían bailar y cantar libremente. Ya no se oyen esos ritmos y melodías que están en la base del jazz, pero por lo menos la plaza se mantiene intacta.

No obstante, nada puede plantar cara en Nueva Orleans a otra sinfonía mucho más atroz: las tormentas tropicales. Viajar a Nueva Orleans de agosto a octubre es hacerlo en época de huracanes. El precio de los billetes de avión se reduce a la mitad —ahora entiendo la razón— pero te expones a los caprichos del tiempo. Y, en efecto, Isaac, el huracán más potente que ha visto la ciudad tras el Katrina, quiso unirse a la ruta en el segundo día de nuestra estancia allí. Población evacuada, toque de queda, inundaciones y dos días de encierro forzoso en el hotel. Para algunos, una experiencia; para mí, una faena. Cambio brusco de planes. La música se apagó, literalmente, porque media ciudad se quedó sin luz. Una semana extra sin poder hacer apenas nada. Aeropuerto, trenes, buses, tranvías, riverboats, museos y por supuesto clubes “cerrados por huracán”. Los turistas se seguían tajando igual en el Quarter pero yo me quedé sin descubrir el jazz de los pioneros, los “apóstoles del soul”, el funk, el hip-hop y el resto de sonidos actuales que, se supone, Nueva Orleans tiene…

La tierra donde nació el blues

Entrar en Mississippi, sobre todo después de la experiencia Isaac, fue todo un alivio. Es como si el tiempo se detuviera. Nada importa más que el hoy y el ahora. La Ruta 61 atraviesa el estado de sur a norte: carreteras rectas por donde apenas transitan coches, inmensos campos de algodón, aldeas recónditas, cabañas de madera, cruces de caminos y plantaciones. El paisaje no debe de ser muy distinto del que vieron los primeros bluesmen. Dejando atrás Woodville, Natchez y Vicksburg llegamos a Greenville, a orillas del río, en la región del Delta, primera parada. A pesar de ser la ciudad más poblada de la zona, su aspecto era de pueblecito tranquilo, no se veía a nadie por la calle, circunstancia que durante la noche resultaba algo amenazante. El atardecer con el Mississippi de fondo nos regala una estampa idílica. En Walnut Street, una especie de paseo de la fama con los grandes del blues, desemboca en el Blues Bar, un juke-joint (garitos para negros) donde vemos a la primera banda negra real del viaje. Todo el mundo fuma dentro (en el Sur rigen otras reglas). Negras culonas, negros culones, jóvenes lugareños buscando ligar, un par de tipos con sombrero tejano. Todos se lanzan a bailar. A excepción de una pareja de japoneses y nosotros, el ambiente es de lo más auténtico y amigable. La camarera nos regala souvenirs, el dueño (blanco) habla locuazmente y nos invita a que recomendemos visitar Greenville a nuestros amigos de España. La hospitalidad sureña en todo su esplendor.

Tumba de Charley Patton
Hospitalidad que también sentimos enHolly Ridge, un poblado casi abandonado al que se llega por un camino de tierra. Nadie iría hasta un lugar así —de hecho, poca gente va— si no fuera porque está enterrado Charley Patton, el fundador del Blues del Delta, una de las figuras clave de la historia del blues. Un hombre negro desde el tractor nos va indicando amablemente cómo encontrar la tumba, tarea difícil porque las lápidas están diseminadas por el campo. Mucho me temo que somos las únicas personas que verá en el día. En Moorhead otra simpática mujer, en este caso blanca, nos explica la historia  ‘donde el sureño se cruza con el perro’, intersección de ferrocarriles a la que se dirigía W.C Handy, ‘The Father of Blues’, antes de tener su famoso encuentro con el blues en la estación de Tutwiler, que también visitamos. La epifanía del blues está grabada en la tierra. Los lugares del Delta son tranquilos y solitarios. Gracias al Mississippi Blues Trail están todos señalizados, lo cual facilita mucho la visita al turista arqueológico (cosa que no pasa en Nueva Orleans, por ejemplo). Sus habitantes se sienten orgullosos de su pasado y no tienen problema en pararse a hablar contigo y  contarte mil historias. Nos desviamos de la Ruta 61 para coger la Carretera 49. Pasamos por Indianola, ciudad de nacimiento de B.B King y cerca de Morgan City, uno de los tres lugares donde parece estar enterrado Robert Johnson.

La 49 lleva hasta Ruleville, donde se toma un desvío en dirección a Cleveland. A medio camino entre ambas poblaciones está uno de los santuarios del blues: la Plantación Dockery. Una mística soledad se deja sentir en cada una de las cabañas que aún se mantienen en pie, pero al mismo tiempo, en sus carcomidas maderas parecen resonar ecos del pasado, gemidos de guitarra de sus antiguos e ilustres pobladores (el citado Charley Patton entre muchos otros). Allí nació el blues. Muy cerca, otro de los puntos calientes, la Prisión de Parchman, por donde pasaron —muy a su pesar— bluesmen como Son House. Tiro algunas fotos y al instante viene el coche del sheriff del que se baja un imponente negro que me sugiere amablemente que me vaya de allí. La Mississippi StatePenitentiary aún es la cárcel estatal y no está permitido fotografiarla. Salimos pitando. Siguiendo hacia el norte por la 49, nos acercamos al centro neurálgico del Blues del Delta, su capital histórica: Clarksdale. Antes de entrar, el cruce entre la 49 y la 61 es donde la mitología sitúa el lugar donde Robert Johnson vendió su alma al diablo. Clarksdale tampoco tiene mucha animación callejera; además el día que lo visitamos, domingo, parecía un poco muerto: hasta restaurantes y clubes permanecían cerrados. Sin embargo está lleno de símbolos del blues: varios museos, juke-joints, las primeras emisoras que radiaron blues rural. Dos destacan por encima del resto.

Cabaña del Shack Up Inn
El Hotel Riverside, un antiguo hospital para negros donde murió Bessie Smith en 1937. Sirvió de casa para muchos bluesmen de la zona y era el alojamiento favorito de las estrellas que  tocaban en la ciudad, Duke Ellington entre ellas. Frank Ratliff, el hijo del dueño original, historia viva del blues, nos lo cuenta mientras se fuma un cigarrillo con la mirada perdida en el infinito. Una mirada que encierra en cierto modo esa tristeza y añoranza característica del Blues del Delta. Otro de los hitos es la Plantación Hopson, a las afueras, la primera que empezó a utilizar maquinaria en lugar de mano de obra para recoger algodón. Hoy es el Shack Up Inn, una especie de casa rural donde las habitaciones son las antiguas cabañas de los aparceros. La decoración es de época —sencilla y austera— pero tienen todas las comodidades. De hecho, algunas  ofrecen piano y/o guitarra. Menos mal que en la mía había guitarra porque no sé tocar el piano. La recepción es la antigua fábrica reconvertida también en juke-joint. Si tu cuerpo resiste las picaduras de mosquitos, es una de las experiencias más recomendables de la Ruta 61. Debido a la mecanización de los campos muchos bluesmen tuvieron que emigrar al norte. Y en dirección al norte fuimos, no sin antes pasar por la Plantación Stovall, donde vivió Muddy Waters hasta que fue descubierto por Alan Lomax.

Memphis train

Dos de las  figuras musicales más asociadas a Memphis, Elvis Presley y B.B King, nacieron en Mississippi. En concreto, Elvis vino al mundo en la localidad de Tupelo, pero de adolescente se mudó a Memphis. En 1957 compró una mansión que hoy en día constituye el mayor reclamo turístico de Estados Unidos, solo superado por la Casa Blanca. Ir a Graceland —primer museo que vistamos en todo el viaje— es como entrar en un parque de atracciones. Turistas por doquier, largas colas, autobús interno, once tiendas de recuerdos (confirmado por una dependienta), restaurantes y hoteles temáticos… El mito en toda su plenitud. Reconozco que en un principio me mostré un poco reacio, ya que después del Delta, solo buscaba autenticidad, pero hay que admitir que es una visita obligada que no decepciona. Más allá del lugar de peregrinaje para fans, de las excentricidades como techos de vinilo, de sus ponis, de su colección de Cadillacs o de sus dos aviones privados, Graceland es un templo del rock, indispensable para entender la figura de Elvis. Especialmente interesante,Meditation Garden, el jardín mortuorio donde está enterrado junto a su padre, su madre y su abuela (que por cierto vivió más que todos ellos).Trámite cumplido.

Pero la autenticidad en Memphis tiene un nombre: Stax Records. En el barrio sur, Soulville, en el cruce entre McLemore y College, se encuentra el único Museo Nacional del Soul que existe en Estados Unidos. Tomando como punto de partida el gospel, los espirituales, el blues y el rythm’n’ blues, el museo explica la evolución de la música negra hasta convertirse en soul.  Louis Jordan lo sintetiza en una frase: “los músicos de jazz tocan para ellos mismos, yo toco para la gente”. Los artistas, los primeros sellos, los discos. Si por algo se caracteriza el sonido Stax es por sus arreglos de viento, The Memphis Horns, una agrupación blanca que dio carácter y personalidad al sonido de los músicos negros. Cuando alguien traspasaba la puerta de Stax las diferencias raciales se olvidaban. En ese clima de creatividad se gestaron algunos de los hits más universales del género. Los primeros compases resuenan en mi cabeza durante toda la visita… “Sittin’ in the morning sun I’ll be sittin’ when the evening comes…” La carne de gallina al entrar en la sala de grabación donde Otis Redding inmortalizó la canción. Uno de los momentos álgidos del viaje, sin duda. Pero allí se registraron otros muchos éxitos de gente como Rufus Thomas, Ike and Tina Turner o Sam and Dave. Entre las curiosidades, se exhibe el único oscar concedido a un músico de color, Isaac Hayes por la BSO de Shaft.

Letreros en Beale Street

Si hablamos de éxitos, los que salieron de Sun Studios, cerca del Downtown, ‘el lugar de nacimiento del rock’n’roll’ según ellos mismos dicen. La visita es bastante más pobre que Stax, sobre todo porque solo se puede entrar en la sala principal del estudio, pero el componente mitómano supera cualquier expectativa. Hacerse una foto con el micro con el que grababa Elvis no tiene precio. Por lo demás, recuerdos y fotos personales de los músicos que pasaron por allí. Carl Perkins, Jerry Lee Lewis, Johnny Cash y cómo no, Elvis. Tras el Orpheum Theatre, y otra estatua, también de Elvis, comienza una de las calles más famosas de Memphis, Beale Street, en su día centro neurálgico del blues. Aquí vivió W.C Handy, una plaza con su estatua lo recuerda. Actualmente está plagado de garitos más o menos interesantes. Uno de los más visitados es el de B.B King justo en la esquina con Second Street. Esa noche coincidió una banda de chicos blancos rockeros. La acústica es una de las más perfectas que he oído en mi vida. Personalmente me llamaron la atención las tiendas de regalos, bastante originales más allá del souvenir hortera. En una de ellas, tras comprar varias postales de viejos bluesmen, me quedé charlando con el dependiente hasta la hora del cierre. Le sorprendía ver turistas españoles, decía que no solía haber muchos por la zona. El tipo de turista que suele llenar los juke-joints de Beale Street es norteamericano. En uno de ellos, descubrimos a David Bowen, un poliinstrumentista con voz de terciopelo que nos regala un emotivo Sittin’ on the dock of the bay en la última noche allí. Dos detalles curiosos de Memphis: Main St, con sus tranvías, comercios y cafeterías, debe de ser de las pocas calles peatonales que hay en Estados Unidos. En lo extramusical, la ciudad pasó a la historia de las luchas raciales porque en el Morraine Motel fue asesinado Martin Luther King en 1968. Hoy es el Museo de los Derechos Civiles. Dejamos el coche. El último tramo de la Ruta 61 lo haremos sobre raíles: Memphis night train to Chicago.

Sweet Home Chicago

“Desde las tierras de California a mi dulce hogar, Chicago”, cantaba Robert Johnson en uno de los blues que define la ciudad. Después de una noche entera de viaje en un vagón cama, con las experiencias (y el cansancio) acumulados, llegar a Chicago es como entrar en la tierra prometida. Eso debieron de pensar todos los músicos sureños que hasta allí fueron. Chicago es una ciudad excitante, con uno de los skylines más espectaculares del mundo. En lo arquitectónico fue la “inventora de los rascacielos” y desde hace décadas es la que marca tendencias en las nuevas corrientes de diseño y construcción. Tiene tantas referencias culturales que es imposible abarcarlas todas. Harían falta meses. Musicalmente, Chicago, como gran urbe, ofrece una variedad apabullante. Pocos saben, por ejemplo, que el house proviene de allí. Sin embargo los dos estilos más característicos son el blues y el jazz. Casi todo el jazz de Nueva Orleans se grabó en Chicago, donde desde los años 20 se instauró una potente industria discográfica, así como una amplia red de clubes al amparo, en muchos casos, de la mafia. Músicos como Benny Goodman o Bix Beiderbecke fundaron el llamado ‘estilo Chicago’, donde el ímpetu sonoro de los pioneros de Nueva Orleans se encamina hacia un tipo de jazz más arreglado y sutil.

El Green Mill, en la zona norte, ejemplifica a la perfección el ambiente humeante de los speakeasys de época. De hecho, un altar recuerda a Al Capone como uno de sus ilustres clientes. Una big band, varios cantantes, un locutor de radio a modo de presentador, parejas de bailarines… Todos recuerdan que hubo una época en la que el jazz se podía bailar. En el Near North, cerca de la Magnificent Mile está Jazz Record Mart, la tienda especializada más grande del mundo. Vinilos polvorientos, CDs y DVDs de todas las categorías, libros, pósteres, hasta gramolas para escuchar los antiguos 78 rpm. Pasear por las avenidas de Chicago es sentirse parte del famoso musical que toma su nombre de la ciudad, o de una película de los Blues Brothers. Casi todos los afroamericanos que llegaron a Chicago se asentaron en la zona sur, uno de los mayores guetos negros del país. No es aconsejable entrar a ciertas horas si eres blanco. Hay visitas en autobús pero solo se realizan 3 ó 4 veces al año. A nosotros no nos coincidió. Una parte de la zona negra es  Bronzeville, donde se ubicaban todos los clubes y teatros negros. Allí vivieron Louis Armstrong, Muddy Waters o Howlin Wolf. Precisamente Muddy Waters se pasaba habitualmente por Maxwell Street, la calle en la que el blues rural se transformó en el blues eléctrico. Hoy está integrada en el campus de la University of Illinois at Chicago y solo queda una placa que rememora aquel momento. Y del blues eléctrico al rock’n’roll tan solo hay un paso.  Y ese paso se dio en Chess Records. (Aconsejable la película Cadillac Records para entender mejor todo lo que significó Chess.)

Placa de recuerdo en Maxwell Street

De todos los lugares históricos del blues de Chicago, quizá South Michigan Avenue 2120, es decir, Chess Records, represente el punto álgido. Rebautizado como el Willie Dixon’s Blues Heaven Foundation —en honor al compositor, contrabajista y arreglista de Muddy Waters— esas cuatro paredes fueron testigo de sesiones antológicas. Para entrar no hay que hacer grandes colas como en Graceland. Es más, primero tienes que llamar al timbre. Nos recibe un chico como de unos veintitantos años, con una gorra de Nueva York y camiseta de Chess Records. Nos lleva a la parte de arriba, a una sala donde se proyecta un vídeo ya comenzado. Ocho personas en total. Al acabar el vídeo (en VHS por cierto) empieza a hablar. Nos cuenta la historia de la discográfica, de las fotos que se exhiben en las paredes. Nos lleva a la cabina de control. Se le escapa constantemente un “mi abuelo”. Al final alguien le pregunta. Efectivamente, es el nieto de Willie Dixon, y Chess Records es una especie de negocio familiar. La visita adquiere otra dimensión. Las viejas máquinas, las fotografías y las anécdotas son mucho más que un simple material informativo.

Fernando Jones en el almacén de Chess Records
Los Rolling Stones fueron a grabar allí en el 64. Hay bastantes referencias a ellos en su música. Llega Fernando Jones, otro miembro de la familia Dixon, tío de nuestro ilustre guía. Tiene una academia donde se dedica a difundir el blues entre los más pequeños. No estaba previsto que estuviera allí. Al ver que somos pocos nos invita al almacén de abajo, nos va a dar una sorpresa. Bajamos, aparece la niña de tres años hija del guía, ya amigo, bisnieta de Willie Dixon. Fernando coge una guitarra firmada por los Rolling y se pone a tocar blues. Y de repente allí estoy, asistiendo a un concierto privado en Chess Records con los descendientes de Willie Dixon, con el espíritu de Muddy Waters flotando en el ambiente. Esto supera cualquier expectativa mitómana. Fernando explica la historia del blues de Chicago, de los hollers que llegaron de Mississippi, su propia historia en definitiva. Al acabar la sesión nos regala sus púas, y nos deja la guitarra para que la toquemos. Se pone a hablar con nosotros como si estuviéramos en un bar.  La niña nos quita la cámara de fotos. Bromeo con su padre, le ofrezco cambiársela por la guitarra. Casi acepta. Todo por una hija. Han pasado ya muchas horas. Llega la madre de la criatura. Es hora de comer. En ninguna guía se habla de esto. Mejor. El viaje por la Ruta 61 no podía tener un mejor colofón.

Fotos: Manu Grooveman / IsaJMoya