miércoles, 30 de julio de 2014

El Duque

Autor: Herman Leonard
  Los campos a ambos lados de la carretera estaban negros como el cielo nocturno. El terreno era tan llano ue si te subías a un granero veías los faros de un coche como estrellas acercándose desde el horizonte durante una hora antes de que las traseras rojas se perdieran hacia el este como fantasmas silenciosos. No se oía nada salvo el zumbido constante del coche. La oscuridad era tan uniforme que el conductor terminaba por creer que no había carretera hasta que los faros abrían un camino entre el trigo, que se retorcía rígidamente ante el impacto de la luz. El coche era un quitanieves, apartaba la oscuridad a un lado, abría un camino luminoso... 
Al notar que comenzaba a perder el hilo de sus pensamientos y le pesaban los párpados, pestañeó insistentemente y se frotó una pierna para espabilarse. Se mantenía constante en los ochenta kilómetros por hora, pero el paisaje era tan enorme e inalterable que daba la impresión de que el coche apenas se movía, era una nave espacial que avanzaba lentamente hacia la Luna... Sus pensamientos volvieron a vagar soñolientos por los campos y se planteó cerrar los ojos solo un segundo delicioso...     
De repente el rugido de la carretera y el frío de la noche llenaron el coche y descubrió con sorpresa que había estado a punto de quedarse dormido. En cuestión de segundos el aire gélido inundó el vehículo.     
—Oye, Duke, cierra la ventana, ya no tengo sueño —pidió el conductor, mirando al hombre del asiento del acompañante.
—¿Seguro que estás bien, Harry?    
—Sí, sí...     
Duke detestaba el frío tanto como él y no necesitó más para subir la ventanilla. El coche volvió a calentarse igual de rápido que se había enfriado. El calor seco y tostado de un coche con las ventanillas cerradas, su calor favorito del mundo. Duke había dicho muchas veces que la carretera era su casa, y en tal caso aquel coche era el corazón de su hogar. Ir sentados delante con la calefacción alta mientras el frío paisaje se deslizaba a su lado... para los dos equivalía a sentarse en unos butacones de una vieja casa de campo a leer frente a la chimenea mientras fuera caía la nieve.     
¿Cuántos kilómetros habían recorrido juntos de esa guisa?, se preguntó Harry. ¿Un millón? Súmale trenes y aviones y probablemente podrías dar la vuelta al mundo tres o cuatro veces. No debía de haber mucha gente en el mundo que pasara tanto tiempo junta, ni que hubiera viajado tanto, posiblemente miles de kilómetros. Había comprado el coche en 1949 con idea de hacer alguna escapada fuera de Nueva York, pero enseguida comenzó a llevar a Duke por todo el país. Muchas veces había sentido el impulso de anotar en una libreta hasta dónde habían llegado, pero siempre pensaba que ojalá lo hubiera hecho desde el principio, y por eso cada vez que se le ocurría descartaba la idea y optaba por calcular más o menos la distancia acumulada y rememorar los países y las ciudades por los que habían pasado. Porque era eso: en realidad no visitaban ningún sitio, pasaban por el mundo, a veces llegaban a un concierto veinte minutos antes de comenzar y regresaban a la carretera media hora después de terminar.     
No llevar esa libreta era lo único que lamentaba. Se había unido al grupo en 1927, en abril, cuando solo tenía diecisiete años y Duke tuvo que convencer a su madre para que lo dejara viajar en lugar de volver a la escuela, engatusándola y apretándole la mano mientras contestaba con una sonrisa «Sí, por supuesto, señora Carney» a todo lo que ella le decía, sabedor de que al final se saldría con la suya. Claro que si Duke hubiera mencionado que implicaría pasarse el resto de su vida en la carretera, la cosa no habría sido tan fácil. Con todo, visto con la perspectiva del tiempo, costaba encontrar un momento o un kilómetro que lamentara, en especial durante los años en que Duke y él iban a conciertos como este. El mundo entero adoraba a Duke, pero casi nadie le conocía; con los años él había terminado conociéndole como nadie y con eso ya se daba por pagado, el dinero era un añadido...     
—¿Cómo vamos, Harry?     
—Vamos bien, Duke. ¿Tienes hambre?    
—Se me queja el estómago desde Rockford. ¿Y tú?
—Yo estoy bien. Me he guardado el pollo frito de ayer por la mañana.    
—Estará sabrosísimo, Harry.     
—De todas formas, enseguida pararemos a desayunar.     
—¿Enseguida?     
—Dentro de unos trescientos kilómetros.     
Duke se rió. Medían el tiempo en kilómetros, no en horas, y se habían acostumbrado a distancias tan grandes que a menudo recorrían más de cien kilómetros entre que les entraban ganas de mear y paraban para ir al servicio. Trescientos kilómetros solían separar el primer gusanillo de un descanso para comer, y aunque pasaran por el único local en ochenta kilómetros, con frecuencia seguían conduciendo. Parar era algo que esperabas con tanta ilusión que casi no te atrevías a hacerlo: un premio tenía que posponerse indefinidamente.     
—Despiértame cuando lleguemos —pidió Duke, colocándose el sombrero como almohada entre el borde del asiento y la puerta.
Duke se despertó cuando estaban cruzando la frontera interestatal. Parpadeó, se pasó la mano por el pelo y miró la oscuridad inalterada del paisaje. Los retazos de un sueño se fundían en su cabeza, sumiéndolo en una vaga tristeza. Se acomodó en el asiento, quejándose de una molestia en la espalda.     
—Luces —pidió, buscándose en el bolsillo trasero algo para escribir.     
Harry alargó una mano y encendió la luz interior, e inundó el coche con un pálido resplandor que consiguió que la noche y la carretera parecieran todavía más negras que antes. Duke revolvió el salpicadero en busca de un bolígrafo y garabateó cuatro cosas en los bordes de un menú arrugado. Ningún otro estadounidense había escrito más horas de música que él y casi todas comenzaban así, anotadas en lo primero que encontraba: servilletas, sobres, postales, un cartón arrancado de una caja de cereales. Sus partituras arrancaban así y acababan igual: al cabo de un par de ensayos los originales terminaban en la basura con los envoltorios de sándwich manchados de mayonesa y tomate, lo fundamental de la música se había puesto a buen recaudo en la memoria colectiva de la orquesta.     Mientras el bolígrafo planeaba sobre el menú, se concentró todavía más, como si recordara algo del sueño y estuviera tratando de verlo con mayor claridad. Había soñado con Pres, con sus últimos años, cuando vivía en el Alvin, sin ningún interés en la vida. En lugar de estar en Broadway, el hotel del sueño estaba rodeado por una campiña invernal, nevada. Apuntó lo que recordaba del sueño, casi con la corazonada de que contenía algo que podría aprovechar para una pieza en la que había estado trabajando, una suite que abarcaba toda la historia de la música. Ya había hecho algo parecido con anterioridad —Black, Brown and Beige—, pero esta vez versaría específicamente sobre el jazz. No sería una crónica, en realidad, tampoco una historia, sino otra cosa. Trabajaba a partir de pequeñas piezas, cosas que se le ocurrían muy rápido. Sus grandes obras eran mosaicos de otras menores y lo que ahora tenía en mente era una serie de retratos, no necesariamente de gente que hubiera conocido... No sabía exactamente lo que perseguía, pero notaba la idea jugueteando en su interior igual que una madre nota la primera patada de su hijo en su seno. Tenía tiempo de sobra: siempre tenía tiempo de sobra hasta que estaba a punto de acabársele, hasta una semana antes del estreno de lo que estuviera intentando componer. Una echa límite le inspiraba, su musa era no tener tiempo. Algunas de sus mejores piezas las había escrito cuando volaba hacia el plazo fijado como quien corre para coger un avión. «Mood Indigo» le llevó quince minutos mientras su madre terminaba de preparar la cena; «Black and Tan Fantasy» se le había ocurrido en un par de minutos en un taxi de camino al estudio después de toda una noche bebiendo. «Solitude» se comió veinte minutos, garabateada de pie en el estudio al descubrir que faltaba un tema... Sí, no tenía por qué preocuparse, tenía tiempo de sobra.     
Anotó hasta que se quedó sin sitio en el menú, luego encajó algunas líneas entre los Aperitivos y los Entrantes antes de volver a tirarlo todo al salpicadero.     
—Ya está, Harry.     
Carney apagó la luz y de nuevo solo el tenue parpadeo de los instrumentos del salpicadero les iluminó la cara: el velocímetro siempre a ochenta, el indicador de la gasolina, medio lleno.
l trueno retumbó en la oscuridad. Unas gotas de lluvia salpicaron el parabrisas y luego la tormenta los envolvió. El viento aullaba por los campos, aporreando el costado del coche. La lluvia taladraba el techo. Harry miró a Duke, desplomado en el asiento y mirando al frente, los faros de los vehículos que se acercaban estallaban como fuegos artificiales en el parabrisas chorreante. Eran exactamente episodios como este los que se colaban en su música de un modo u otro. Su música casi nunca llegaba a él en forma de música. Todo comenzaba con una sensación, una impresión, algo que había visto u oído que luego él traducía a música. Al salir de Florida habían escuchado la llamada de un pájaro invisible, tan perfecta y bella que habrían jurado que lo habían visto perfilado sobre el sol que enrojecía el horizonte. Como siempre, no tenían tiempo para detenerse, de modo que Duke anotó el sonido y luego lo aprovechó como base para «Sunset and the Mocking Bird». «Lightning Bugs and Frogs» nació de una vez que saliendo de Cincinnati se cruzaron con unos árboles altos a contraluz de una luna como una pelota de ping-pong. Los insectos centelleaban en el aire y por todas partes se oía el croar de barítono de las ranas... En Damasco, a Duke lo había despertado el rugido sísmico de los coches, como si todo el tráfico de todas las horas puntas del mundo se hubiera atascado en esa única ciudad; todavía adormilado, se había descubierto tratando de orquestarlo. La luz de Bombay, el cielo cayendo sobre el mar de Arabia, una tormenta de tierra en Ceilán... dondequiera que se encontrara, por cansado que estuviera, lo anotaba sin pararse a considerar su importancia, confiando en que más adelante descubriría su potencial musical. Montañas, lagos, calles, mujeres, chicas, mujeres bellas, vistas de la calle, puestas de sol, océanos, vistas desde hoteles, componentes de su orquesta, viejos amigos... Había llegado a un punto en que prácticamente todo lo que iba encontrándose se colaba en su música —una geografía personal del planeta, una biografía orquestal de los colores, ruidos, olores, comidas y gentes—, todo lo que había sentido, tocado, visto... Era como ser un escritor de palabras pero con sonidos, y estaba trabajando en una gran ficción musical que no paraba de crecer y que, en última instancia, trataba de sí misma, de los tíos del grupo que la tocaban...     La lluvia amainó un rato y luego cayó con más fuerza si cabe que antes. Mirar por el parabrisas era como asomarse a una catarata. El viento chillaba como un loco. Harry se aferró al volante y echó un vistazo a Duke, preguntándose cuánto tardaría esa tormenta en colarse en su obra.
Pararon en un paso a nivel y al poco apareció un estruendoso tren avanzando hacia ellos. Observaron pasar como un trueno lento el largo muro del mercancías, con las vías chirriando por el peso. Duke todavía añoraba la época en que cruzaban el país en tren, en dos vagones alquilados especialmente para la orquesta: un capullo que los aislaba de los racistas sureños y los paletos defensores de la ley Jim Crow. No había entorno mejor para trabajar que los trenes. La mayoría de sus composiciones las escribía de viaje o en las escasas horas que pasaban en los hoteles; el tren ofrecía tanto el impulso de los estímulos como un refugio para concentrarse. Cuando murió su madre se encerró en su zona privada del vagón y escribió «Reminiscing in Tempo», cargado del ritmo y el movimiento del tren que cruzaba el Sur a toda velocidad. Una y otra vez el traqueteo de los trenes y sus silbatos se colaban en su música, sobre todo en Louisiana, donde los bomberos tocaban blues con el silbato del camión, cosas encantadas y confusas, como el canto de las mujeres por la noche. El ferrocarril atravesaba su obra igual que atravesaba la historia de los negros estadounidenses: construyeron las vías, trabajaron en ellas, viajaron en ellas y con el tiempo, ahí estaba él, componiendo en ellas... Era heredero de una tradición. Una vez, en Texas, un grupo de ferroviarios se había asomado a la ventanilla del tren en un apartadero y lo había visto encorvado sobre un manuscrito, sudando cada página. Uno de ellos llamó a la ventana, no quería molestar, pero se moría por saludarlo, y Duke se levantó con una sonrisa y les contó que estaba trabajando en «Day-break Express», una pieza sobre los hombres que construían el ferrocarril.     
—Venga cavar y cavar y blandir un martillo durante seis meses y luego el tren pasa de largo, fiu...     
Les explicó su música, vio el orgullo en su mirada.     
Durante todo el tiempo que viajó en tren fue acumulando recuerdos así y luego buscaba un tono que se correspondiera con las cosas que había visto: colores como el rojo cocido del atardecer en Santa Fe o las llamas amarillas lamiendo la noche de Ohio, el cielo inundado por el calor óxido de los hornos...     
El ruido de las ruedas y las vías repicaba en sus oídos mientras esperaban que pasara el tren interminable.     
—Qué largo —dijo por fin Harry, metiendo la marcha y cruzando ruidosamente las vías.     —Y que lo digas —convino Duke al tiempo que aceleraban, echando la vista atrás hacia el lento tren que silbaba camino del Sur.

Todavía no era de día pero la oscuridad nocturna había dejado paso a la penumbra previa al amanecer cuando se encienden luces en las casas y los árboles esperan como reses flacas en el horizonte.     
Duke se inclinó y encendió la radio, sintonizó un programa sobre los inicios del jazz. Pusieron un disco de King Oliver y luego recuperaron la vieja anécdota de cómo cuando cerraron los burdeles de Nueva Orleans los músicos fueron remontando el Mississippi y el jazz se propagó por el país. Duke apenas escuchaba, una idea comenzaba a tomar forma en su cabeza. Apagó la radio y reflexionó, tamborileando con un lápiz sobre el salpicadero. Sí, puede que lo hiciera así: comenzaría con alguien sintonizando una radio dentro de veinte años mientras cruzaba el país en coche, escuchando fragmentos de música del pasado, no de Armstrong y similares, sino de tíos modernos, de tíos que habían tocado hasta hacía poco y todavía andaban por ahí pero que para cuando el tipo los escuchara ya habrían muerto... Alguien que no hubiera conocido esa vida, que solo conociera la música por los discos. Imaginar a alguien en el futuro imaginando el pasado: el modo en que podría sonar la música dentro de treinta o cuarenta años. Así podría intentar llegar tanto a lo que escuchara el tipo como a lo que pensara mientras escuchaba la música...     
—¿Sabes, Harry? Puede que ya lo tenga.     
—¿El qué, Duke?     
—Nada, una cosa —respondió, buscando un papel en el salpicadero.     
El sol comenzaba a asomar por el horizonte, curioseando entre las negras pestañas de los árboles. Mientras el cielo se teñía de un azul dorado el coche aceleró imperceptiblemente como si llegara tarde a una cita con el nuevo día.
Cuando por fin pararon a desayunar ya era de día. Entumecidos después de tantas horas en el coche, entraron con pasos torpes en la cafetería, cerrando la puerta mosquitera de un portazo. El local estaba repleto de camioneros bulliciosos, demasiado ocupados comiendo para fijarse en Ellington y su viejo suéter azul y sus pantalones arrugados. El sol matinal se derramaba por las ventanas.     
Bostezando, Duke pidió la comida con la que solo Dios sabía cuántos años llevaba alimentándose: bistec, pomelo y café. Harry pidió unos huevos y miró a Duke servirse lentamente el café: todo lo que hacía desprendía cierto aire de somnolencia, pero la somnolencia de alguien recién despertado, jamás de alguien a punto de dormirse. Las bolsas de sus ojos delataban una acumulación de sueño atrasado que probablemente tardaría diez años en recuperar. Pero resultaba que, en lugar de saldarse, la deuda de sueño continuaba creciendo a fuerza de dormir cuatro o cinco horas por noche. Quizá fuera el agotamiento colectivo lo que mantuviera unido al núcleo de la orquesta: al cabo de un tiempo el cansancio agotador se vuelve adictivo, dependes de él para seguir adelante. La gente no paraba de recomendarle que frenase, que parase y descansara... Y estaba muy bien, pero ¿de qué iba a parar y a descansar?
Comieron en silencio y en cuanto terminó, Duke atacó el postre: docenas de vitaminas variadas con agua para tragarlas.     
—¿Ya estás, Harry?     
—Supongo. Pido la cuenta.     
Los dos buscaron a la camarera con la mirada, con ganas ya de regresar al coche.
La carretera mojada brillaba como la plata bajo el sol de mediodía. El cielo estaba despejado salvo por una pálida luna borrosa. Durante el último tramo de viaje Harry había estado incubando la sensación persistente de que el coche no iba bien. Cuando miró el indicador de la gasolina le sorprendió descubrir que se acercaba a cero.
Paró en la primera gasolinera que encontraron. Un perro ladraba, un cartel oxidado de Coca-Cola chirriaba mecido por la brisa. Un dependiente flaco con mala dentadura y gorra de béisbol se acercó renqueando a los surtidores. Parecía que los mosquitos hubieran estado royéndolo la nariz los últimos veinte años. Llenó el depósito, sonriendo, y le preguntó a Harry si el del coche era quien él creía que era. Harry asintió y Duke bajó del coche, estrechó los delgados dedos del tipo y vio cómo la felicidad teñía sus rasgos igual que el amanecer una ciudad en ruinas. Harry comentó que el coche no iba fino y el tipo echó un vistazo bajo el capó, soltando cenizas del cigarrillo sobre el motor. Duke se consideraba el número uno mundial de la navegación, pero la mecánica era otro cantar. Lo mejor que podía hacer era quedarse por los alrededores poniendo cara de interés mientras otro hacía el trabajo y observar los nervios de Harry, que atisbaba por encima del hombro del tipo. El empleado tiró de algunos tubos, limpió algunas piezas, comprobó el aceite y las bujías y gruñó con satisfacción antes de bajar el capó de golpe y tirar la colilla del cigarrillo. —La última gasolina no debía de ser muy buena, Duke —dijo, secándose la frente con el dorso de la mano—. El carburador está bien, el aceite también, no hay que hacerle nada. Solo necesita carretera.     
Harry le sonrió, aliviado y orgulloso como un padre.
De vuelta en el coche, Harry tocó el claxon y Duke saludó mientras se reincorporaban a la carretera.     
—Vuelve cuando quieras, Duke —les gritó el tipo—. Cuando quieras.
—Entonces ¿dónde tocamos exactamente, Duke? —preguntó Harry mientras esperaban en un semáforo a las afueras de la ciudad.     
—Ni idea, Harry. Creía que lo sabías tú. Yo solo sé el nombre de la ciudad.     
—Uf, Duke... No puede ser. Otra vez lo mismo.     
—Sigue conduciendo. Puede que veamos algún cartel o nos encontremos con alguien.
Pasaron junto a vallas publicitarias y casas de vecinos, vías del ferrocarril y lúgubres entradas a bares bien abastecidos. Las banderolas de las gasolineras ondeaban saludos blancos y rojos. Los semáforos se mecían bajo un cielo del tamaño de un continente.     
Era una ciudad en decadencia, que olía a polvo y fábricas tristes. La mayoría de los carteles anunciaban «Cerrado» o «Se alquila». Tras diez minutos buscando un póster por las paredes, Harry aparcó frente a un restaurante de fachada plateada y entró a preguntar. A menudo en el pasado, cuando los dos habían supuesto erróneamente que el otro sabía dónde tocaban, habían entrado en locales parecidos a preguntar si alguien sabía dónde actuaba Duke Ellington esa noche. Normalmente había alguien al corriente, de vez en cuando alguien le reconocía, pero con frecuencia el restaurante en pleno negaba lentamente con la cabeza y preguntaba: Duke ¿qué? Parecía esa clase de sitio, pensó para sí Duke mientras veía desaparecer la silueta alargada de Harry en el restaurante.     Mientras esperaba, giró el retrovisor pare echarse un vistazo, para mirarse las bolsas de canguro de debajo de los ojos y la barba que asomaba por la barbilla como todos los días. Dentro de treinta minutos, de una hora como mucho, estarían en el hotel, tendrían ocasión de dormir unas horas y comer algo, luego saldrían para el concierto y se irían. Si tenía ocasión arañaría una hora para intentar trabajar en una pieza nueva que llevaba dándole vueltas en la cabeza desde que había puesto la radio al amanecer. Nada de lo que escribía acababa como comenzaba, pero ya tenía algunas ideas acerca de sobre quiénes trataría —Pres, Monk, quizá Coleman Hawkins o Mingus— y las cosas que probaría. Lo difícil era saber cómo empezar, con quién empezar. Había considerado diversas posibilidades, pero ninguna —ni Bird, ni Pres, ni Hawk— cubría todo el alcance que buscaba. De pronto se le ocurrió hacerlo al azar, encender la radio y comenzar por quienquiera que estuviera tocando. Al fin y al cabo había sacado la idea de la radio y si resultaba ser alguien que no le gustaba podía pasarlo por alto y volver a probar, ir cambiando de emisora hasta que encontrara a la persona adecuada. Era una locura, pero y qué, lo intentaría. Preguntándose quién sonaría, giró el mando y de inmediato reconoció los primeros compases de «Caravan»; miró al retrovisor y vio la respuesta, sonriente y cansada, mirándolo fijamente a la cara. Al poco vio a Harry saliendo, también con una sonrisa, del restaurante y dirigiéndose al coche.     
—Nos hemos equivocado de ciudad, Duke...

Geoff Dyer - But beutiful

12 comentarios:

Juan Nadie dijo...

Lo repetiré una y mil veces: una maravilla el libro de Dyer.
Del Duque y Ella no diremos nada, porque pareceríamos tontos.

Sirgatopardo dijo...

Le estamos haciendo buena propaganda. Los que mencionas no la necesitan.

carlos perrotti dijo...

"...Trabajaba a partir de pequeñas piezas, cosas que se le ocurrían muy rápido. Sus grandes obras eran mosaicos de otras menores y lo que ahora tenía en mente era una serie de retratos, no necesariamente de gente que hubiera conocido... No sabía exactamente lo que perseguía, pero notaba la idea jugueteando en su interior igual que una madre nota la primera patada de su hijo en su seno. Tenía tiempo de sobra: siempre tenía tiempo de sobra hasta que estaba a punto de acabársele, hasta una semana antes del estreno de lo que estuviera intentando componer. Una fecha límite le inspiraba, su musa era no tener tiempo. Algunas de sus mejores piezas las había escrito cuando volaba hacia el plazo fijado como quien corre para coger un avión. «Mood Indigo» le llevó quince minutos mientras su madre terminaba de preparar la cena; «Black and Tan Fantasy» se le había ocurrido en un par de minutos en un taxi de camino al estudio después de toda una noche bebiendo. «Solitude» se comió veinte minutos, garabateada de pie en el estudio al descubrir que faltaba un tema... Sí, no tenía por qué preocuparse, tenía tiempo de sobra..."

Increíble envidiable escritor Dyer.

Sirgatopardo dijo...

Quién pudiera...

marian dijo...

Como haber visto una película sobre "el duque" Igual.

marian dijo...

Este ritmo se mete en el cuerpo que cuesta quitárselo después.

Juan Nadie dijo...

Pues déjatelo puesto.

marian dijo...

Para dormir... un poco mal. Pero OK

Sirgatopardo dijo...

Las hay marchosas.

marian dijo...

Como Ella, pocas.

Sirgatopardo dijo...

Anita O'Day.

marian dijo...

Desde luego.