domingo, 31 de agosto de 2014

De África a la prisión


De África a la prisión
Antes de recibir tratamiento instrumental, el jazz fue cantado y provisto de un ritmo. En 1619, catorce negros llegados del Congo o de la Costa de Oro fueron vendidos como esclavos a unos colonos de Virginia. En 1902 se grabó por vez primera a una coral negra de cantos espirituales, y de 1920 datan las grabaciones de las primeras orquestas de jazz. Entre estas tres fechas se sucedieron la decantación de los ritmos africanos, la aventura del blues, el consuelo de los espirituales y el florecimiento del boogie-woogie.
Para obtener una imagen convincente de los diversos factores que ayudaron a dar forma al lenguaje del jazz hay que retroceder hasta la época en que los esclavos negros trabajaban en los campos de algodón y caña de azúcar del Sur de los Estados Unidos. Esa gente cantaba mientras desempeñaba sus labores, y sus primeros cantos se originaron de las voces que usaban para comunicarse de un campo a otro. Así se transmitían noticias, con un lenguaje especial y un tono que burlaban el entendimiento de los capataces.
Los work songs y los hollers que se cantaban durante la ejecución de las tareas rurales eran más complejos. Servían para coordinar las tareas de un grupo de trabajadores y contribuían a aligerar la dura faena, ayudando a la gente a moverse rítmicamente y evitando que decayeran los ánimos. Las canciones de los condenados a trabajos forzados cumplían una función semejante. En la cárcel, los hombres añoraban la libertad, por remota e inaccesible que pareciese, y se comunicaban a espaldas de sus guardianes. Muchas baladas de finales del siglo XIX tienen versiones diferentes, según las características de cada prisión.
Tan amplia y variada es la matriz del jazz que en ella también tienen cabida los gritos y cantos rítmicos de los vendedores ambulantes de las calles del Sur de los Estados Unidos. Y aún hay quienes cuentan que el jazz se hizo posible cuando llegaron a manos de los negros los instrumentos musicales abandonados por todo el Sur tras la guerra civil: cornetas, clarinetes y tambores que empezaron animar las calles de Nueva Orleans con ocasión de funerales y carnavales.

Vicente Muñoz Puelles - El jazz Ritmo, técnica, improvisación


miércoles, 27 de agosto de 2014

De los burdeles al congreso


Música de burdel
Supongo que no soy la única que oyó buen jazz por primera vez en un burdel (...) Si hubíeses oído a Louis y a Bessie en una reunión de niñas exploradoras, me habría gustado lo mismo. Pero muchos blancos oyeroin por primera vez jazz en casa como la de Alice Dean y contrbuyeron a etiquetarlo como "música de burdel".

Billie Holiday - Lady sings the blues

De los burdeles al congreso
Otro que se vanagloriaba de haber intentado el jazz fue Jelly Roll Morton, cuyo verdadero nombre era Ferdinand Joseph La Menthe. Este extraordinario pianista, que empezó su carrera tocando en los burdeles de Storyville y de quien se dice que tenía un diamante incrustrado en un diente, solía mentir acerca de su edad y dejaba que la gente creyese que había nacido en 1885, acaso para asentar su  ascendiente con mayor firmeza, cuando en realidad había nacido en 1890. No le hubiera hecho falta. Aunque obviamente tampoco invento el jazz, su obra monumental e inclasificable, que combina elementos de ragtime, blues, opera, Newton Orleans Brass Band, música española y cantos populares, le asegura un lugar permanente entre los grandes.
Influidas por Scott Joplin (1868-1917), las composiciones de Morton desarrollan dos o tres melodías dentro de una pieza, pero su estilo difiere en aspectos importantes. El uso que hace Morton de la armonía es más sutil y complejo, y el ritmo aparece sobre las pautas mecánicas del ragtime de su predecesor. El juego de manos es también muy distinto. El método de Morton para transformar el ragtime en jazz se encuentra muy bien ilustrado en una grabación de 1939, en la que interpreta una selección de los rags originales de Joplin. Pretendía ampliar el alcance del piano, utilizando sus notas y matices para sugerir el modo orquestal. "El piano debería ser siempre una imitación de una gran orquesta", era una de sus frases.
Al principio de la Depresión Morton se fue a Nueva York, donde hizo algunas giras antes de ir a parar a un club de Washington. Alan Lomax, que estaba recogiendo material para el casi infinito archivo de la Biblioteca del Congreso, lo encontró en 1938 y le convenció para que dejase grabadas sus memorias, tanto verbales como musicales. La obra cubrió doce álbumes, en los que Jelly Roll Morton pasa revista a la historia del jazz y sin modestia alguna se convierte en su inspirado creador y principal protagonista.

Vicente Muñoz Puelles - El jazz Ritmo, técnica, improvisación

domingo, 24 de agosto de 2014

Un gran pitido



Un gran pitido

El intento del jazz es el de sacar el mundo a la superficie. Las otras músicas tienen un sentido más recóndito, más subterráneo y más religioso, un sentido introspectivo y legal.
La música del jazz pone en circulación al mundo, hace bailar las palmeras, despierta el apetito del ja-ma-la-já y nos lanza sobre el gran sandwich de la realidad.
Aparece en todo momento mezclado de lo selvático y lo moderno, y por eso sus pitos no son pitos cualesquiera, no son pitos de verbena ni pitos tranviarios, sino los pitos de los árbitros en los grandes estadios y pitos de director de esclusas del canal de Panamá. ¡Así que no es nada! El pito que sirve nada menos que para unir dos mares y que se abracen como dos inmensas morsas es el que pita en el jazz.
El jazz ha inventado también una voz humana, es la voz que resuena en los bosques y con la que parece que nos llaman, cuando en verdad es voz de pájaro y de viento en las flautas vivas de los cañaverales, flautas con tantas virginidades como nudos tienen; voz humana de parque zoológico, limpio de sufrimiento, hija del roce de los instrumentos raros, audaces de sincopaciones (...).
El jazz es una orquesta para las grandes cataratas, para las grandes selvas en silencio, cuyos músicos no conocían el papel pautado ni las notas, y de ahí el desorden y desmemoria que reina en cada partitura.

Ramón Gómez de la Serna - Ismos

miércoles, 20 de agosto de 2014

Charles Mingus VI


En el Five Spot vestía un suéter viejo con agujeros en los codos y pantalones raídos, parecía un granjero pobre y andrajoso: la ropa buscaba avergonzar a los blancos de esmoquin que acudían a escucharle. Estaba tocando «Meditations», tratando de conectar con Eric, de hablar con él, pero solo se oía el tintineo del hielo contra el cristal de la voz de una mujer sentada a la derecha del escenario, hablando muy fuerte, ajena al lugar donde se encontraba y todavía más a quién estaba sobre el escenario y lo que estaba tocando. El genio de Mingus iba siempre una fracción de segundo por delante de él. Para cuando se dio cuenta de que estaba gritando, ya había volcado la mesa de la mujer de una patada. Para cuando la mesa cayó al suelo, ya había abandonado indignado el escenario. Al apagarse el ruido de los cristales rotos, oyó que la mujer le chillaba. Se le sumó un borracho de la barra con voz, si las águilas hablasen, de águila ratonera.    
—Charlie, no ha estado bien, no ha estado nada bien, Charlie.
Por un momento Mingus consideró golpear la cabeza del tipo contra la barra hasta que reventara como un paquete de azúcar, pero siempre que una idea se le ocurría así, anticipándose al hecho, significaba que no pasaría nada... o que pasaría otra cosa, algo tan repentino que incluso a él lo pillaba desprevenido. Estaba aferrado al cuello del contrabajo, fulminando al público con la mirada, discutiendo con él. Y se volvió hacia alguien que después contaría que cuando le miró así vio pasar toda la vida de Mingus por los ojos del bajista. Por un segundo ese alguien supo con exactitud lo que implicaba ser Mingus: el peso de todo, no poder esconderse ni obviar nada, estar siempre a la merced de los sentimientos.     
Golpeó el contrabajo contra la pared: un chasquido seco, el eco de las cuerdas, y se quedó sosteniendo el cuello, todavía unido al cuerpo del bajo por las cuatro cuerdas como una tortuga marioneta, que se resquebrajó, se astilló y se partió como un mar de madera barnizada cuando Mingus le pasó caminando por encima. Soltó el cuello del instrumento, todo el mundo estaba callado menos el borracho, que gritaba:     
—Uf, qué fuerte, Charlie, qué fuerte.     
Volvió a mirar al tipo sin intención de pegarle. Su ira se había vuelto pálida, transparente y desesperada como el agua que gotea de un lavamanos. Salió a la calle, llevándose el silencio del club consigo.
En Bellevue lo primero que notó fueron los olores, la limpieza de lavabo de todo, luego la luz blanca de las baldosas y las paredes. Después el sonido, el ruido brillante de los utensilios limpios, el chirrido de las ruedas de los carritos avanzando por los largos pasillos de los locos y más tarde, de noche, los chillidos. Siempre había alguien gritando toda la noche; incluso mientras dormía, oía colarse en sus sueños el infierno de Bellevue. Por las mañanas volvía el silencio atareado de hospital y nadie mencionaba los gritos nocturnos que acechaban al final de cada día. Sedado, adormecida la ira por la medicación, cubierto por la calma como por una manta, permanecía en cama mirando el techo, las luces parecían planetas en un cielo blanco.   Domeñó el contrabajo pero no logró conquistarlo. A veces lo abrazaba como a un viejo amigo. Otras veces le parecía un instrumento enorme y cargaba con él como un saco de patatas, casi demasiado pesado, casi abrumador. Si no practicaba constantemente, las cuerdas le cortaban los dedos cuando las tocaba. No solo eso, sino que ya nunca se le desentumecían los dedos, algunos días no solo estaban rígidos, ni siquiera los sentía. Igual que los de los pies. Había días que le costaba mover las manos y notaba que el entumecimiento iba trepando por los brazos hacia los hombros, de forma tan gradual que casi podía convencerse de que no avanzaba.
En Central Park un ocaso estriado como el tocino enrojeció el suelo congelado. Contempló cómo el hielo iba cercando el centro cálido del estanque y supo que estaba quedándose paralítico. Como en el flamenco —lo había comprendido hacía años, en Tijuana—, el movimiento del jazz era centrífugo, notabas un pulso que escapaba constantemente del cuerpo, del corazón afuera, dejando una estela de taconeos y chasquidos de dedos que captaban la intensidad del movimiento como hojas al viento. La parálisis era la negación o contradicción exacta de dicho movimiento: comenzaba por las extremidades, por los dedos de los pies o de las manos, y progresaba hacia dentro, avanzaba hacia el corazón sin dejar rastro.     
Le costaba más encontrar las notas en el bajo: sabía dónde estaban pero no conseguía que los dedos las tocaran. Cada vez recurría más al piano, pero pronto los dedos también se volvieron demasiado torpes para el teclado. Así como le resultaba imposible tocar, tampoco podía componer. No era como Miles, que escuchaba la música y luego se limitaba a trasladarla de su cabeza a los instrumentos. Mingus no escuchaba la música hasta que estaba haciéndola. Componer era simplemente tocar flojo, sin público, pero para componer tenía que tocar y comenzaba a hacérsele imposible. La música de Mingus era solo Mingus, el movimiento de la música era simplemente el movimiento de Mingus y cuando él comenzó a perder movilidad también su música fue perdiendo impulso, fue volviéndose inmensa e inmóvil... un nombre.

Geoff Dyer - But beutiful

domingo, 17 de agosto de 2014

Charles Mingus V


Luchaba en todos los frentes que podía para liberarse de las garras de la sociedad estatal de participaciones llamada América. Quería ser dueño de los medios de producción, de su producción. Montó su propia discográfica y organizó una alternativa rebelde al festival oficial de Newport (recorrió la ciudad en coche con un megáfono tratando de captar asistentes como si les pidiera el voto para Mingus). Quería un club propio; un local donde pudiera tocar música de baile; una escuela de música, artes y gimnasia. Nunca tenía bastante. Convencido de que le estaban robando hasta la camisa, decidió vender sus discos solo por correo... y casi lo procesan por robar a los demás: los clientes mandaban los cheques, esperaban unos discos que nunca llegaban y luego escribían preguntando qué pasaba, sumándose así al caos de las Empresas Charles Mingus. No estaba hecho para ser un emprendedor: era la clase de hombre que cuando respondía al teléfono volcaba la taza de café de la mesa dentro de un cajón abierto, con lo que se aseguraba no solo de destruir los documentos que contuviera el cajón, sino de que lo primero que escuchara el que llamaba no fuera una voz amable diciendo «Hola, ¿en qué puedo ayudarle?», sino a Mingus chillando: «¡Mierda!». Hablar por teléfono le abría el apetito, de modo que negociaba con la boca llena de comida, llevando regularmente una mano al paquete de patatas fritas y embutiéndose algunas más entre las fauces repletas, cubriendo el auricular de migas y haciendo que la conversación, como una radio mal sintonizada, a menudo se perdiera entre interferencias mascadas. De todas maneras lo esencial de lo que estaba diciendo quedaba perfectamente claro; para Mingus negociar equivalía a bramar «Blanco apestoso de mierda, será mejor que te andes con cuidado porque voy a dejarte fino» antes de aplastar el teléfono al colgar. A los pocos segundos volvía a descolgar, y como oía un quejido moribundo en lugar del tono de línea que quería, estampaba el teléfono contra una pared, gruñendo con satisfacción pasajera.     
Destrozaba las cosas tan rápido como las acumulaba. Por todo Nueva York quedaban restos de cosas que había roto y cuyo valor se multiplicaba por estar medio en ruinas. Una noche en el Vanguard exigió que Max Gordon le pagara en el acto. No había dinero, así que Mingus tuvo que conformarse con amenazarle con una navaja y romper unas cuantas botellas contra el suelo como un poli de la época de la prohibición ante un alijo de licor ilegal. Mientras buscaba algo más para romper, atravesó una lámpara con el puño. La llamaron la lámpara Mingus y la dejaron tal cual, como curiosidad para los turistas. Era el rey Midas de la destrucción: todo lo que destrozaba se convertía en leyenda.     
En Alemania arrasó con todo, rompió puertas, micrófonos, equipos de grabación y cámaras en hoteles y salas de conciertos por igual: en protesta por la hospitalidad nazi con la que según él recibían al grupo dondequiera que tocase. Mingus y el resto del grupo volvieron a casa, pero Eric Dolphy se quedó a dar unos conciertos solo. Cuando murió en Berlín, rodeado de gente que ni siquiera sabía quién era, Mingus tuvo la impresión de que todas las crueldades y las injusticias de la historia de la música habían convergido en el dulce y amable Eric. El jazz era una maldición, una amenaza que se cernía sobre cualquiera que lo tocara. Él había escrito «Son Long, Eric» a modo de despedida y ahora se había convertido en un réquiem.

Geoff Dyer - But beutiful

miércoles, 13 de agosto de 2014

Charles Mingus IV


Alguna vez había despedido a la mitad del grupo en una noche. Pero con mayor frecuencia, como quienes abandonan las fértiles tierras de un volcán hartos de preocuparse por la próxima erupción, la gente simplemente se marchaba porque no soportaba la avalancha de amenazas y malos tratos. Otros se quedaban con él, sabedores de que creatividad e ira eran inseparables. Para crear su música tenía que alcanzar una cima de volatilidad donde no existía diferencia entre provocación y reacción. En la vida y en la música respondía a lo que ocurría antes de que ocurriera, siempre una fracción de segundo por delante. Pero saberlo y a pesar de todo quererlo no te protegía de su ira. Podías dedicarte devotamente a su música, a su bienestar, durante veinte años y luego pasaba cualquier cosa y arremetía contra ti. Como no le estaba gustando un solo de Jimmy Knepper, se le acercó, le dio un puñetazo en el estómago y bajó del escenario. Knepper siguió hasta que volvió a pegarle, le partió dos dientes y le jodió la embocadura. Entonces decidió que se había acabado y denunció a Mingus. Cuando este oyó que su abogado lo llamaba músico de jazz, le indicó por gestos que se callara, exactamente igual que si formara parte del grupo y no le gustara cómo tocaba:    
 —No me llames músico de jazz. Para mí la palabra «jazz» significa negrata, discriminación, ciudadanía de segunda, todo lo que tenga que ver con que te manden al fondo del autobús.     
En el estrado de los testigos, Kneeper negó con la cabeza: ya le echaba de menos.     
Se hizo escuchar en todos los instrumentos a la fuerza. Miles y Coltrane buscaban músicos cuyo sonido complementara el suyo: Mingus buscaba músicos que dieran una versión de él en diferentes instrumentos. Descontento siempre con los baterías, acababa de humillar públicamente a su percusionista cuando conoció a un chaval de veinte años llamado Dannie Richmond, que solo hacía un año que tocaba la batería. Mingus le obligó a aprender a tocar exactamente como él quería, lo moldeó a su imagen.     
—No toques esas virguerías de mierda, tío, es mi solo.     
Dannie se quedó con él veinte años y encontró su identidad musical sometiéndose a la de Mingus. Cuanto más engordaba Mingus, más adelgazaba Dannie como si incluso su metabolismo se ajustara para equilibrarse con el de Mingus.     
—Cuando tocabas con él había veces que estabas aterrado, pero también otras en que soplabas con una euforia que no habías conocido con nadie más, te sentías no tanto parte de un grupo como de una horda a la carga y los insultos de Mingus se convertían en gritos de ánimo:  
—Eso es, eso es, eso es. 
—Con la voz chasqueando como una fusta en el lomo de los caballos.
—. Sí, sí, sí.     
Cuando la música alcanzaba un pico de intensidad, un nivel de presión todavía mayor que el del interior de Mingus, una urgencia tal que nada podía interponerse en su camino y todos parecían estar esperando una muerte espantosa, entonces era cuando gritaba y alentaba por encima de la música, animándola para poder sentir la calma del ojo del huracán, bramando y aullando como Frankenstein eufórico y horrorizado ante el monstruo que ha liberado, entusiasmado por la idea de que todavía lo controla. Mingus feliz: nada superaba a la emoción, a la intensidad de Mingus feliz. El grupo a todo trapo, sintiéndose guepardos al sprint, guepardos perseguidos por un elefante que parecía siempre a punto de pisotearlos.     
Insuflaba tanta vida a su música, tantos ruidos urbanos, que pasados treinta años alguien que escuchara «Pithecanthropus Erectus» o «Hog-Calling Blues» o cualquiera otra de sus apisonadoras no podría estar seguro de si lo que escuchaba chillar y ulular era un saxo grabado o la sirena roja y blanca de un coche patrulla que pasaba haciendo la ronda bajo su ventana. El mero hecho de escuchar la música era sumarse a ella, participar.    
 —A los músicos nos insultaba y nos amenazaba, pero no era nada comparado con cómo vociferaba al público, regañaba a la gente que hablaba mientras él estaba tocando y de ahí pasaba a interminables monólogos de media hora en los que arremetía contra todos, escupía las palabras a ciento cincuenta kilómetros por hora, arrastrándolas y derrapándolas por todo el local. Alcanzaba el final de una frase antes de que la gente se diera cuenta de que no había entendido el principio y para cuando pillaban lo que intentaba decirles ya había pasado al siguiente ataque: los dueños de los locales, los agentes, las discográficas, los críticos. Lo que fuera, de todo tenía una opinión contundente.     Su música fue acercándose a los gritos de los esclavos de las plantaciones y su manera de hablar al puro caos del pensamiento. Un monólogo interior hablado. Su pensamiento era justo lo contrario de la concentración: esta implica calma, silencio, largos períodos de intenso ensimismamiento; él prefería moverse muy rápido, cubrir mucho terreno. Para él pensar era establecer una cadena de similitudes: es como, igual que...

Geoff Dyer - But beutiful

domingo, 10 de agosto de 2014

Charles Mingus III


En otra foto, esta vez en un restaurante con su traje de banquero, bombín y gafas de sol: el barón Mingus. Al poco de tomarse la foto se durmió. Se despertó cuando sirvieron la comida y enseguida se puso a hablarles a los camareros con la imitación del acento inglés que había copiado de Bird, «Atienda, mozo...», alterándola con «Oye, chico, perdona...». Al detectar la mirada de desaprobación de la pareja de la mesa de al lado, cogió el filete con las manos y comenzó a arrancarle pedazos ruidosamente —hum, ñam, ñam— como un animal royendo la carne de una rata recién cazada. Dispuesto a poner el lugar patas arriba al menor comentario.  
Lo echaron del grupo de Duke por perseguir a Juan Tizol por el escenario con un hacha y partirle la silla justo cuando Duke iniciaba «Take the A Train». Luego Duke le preguntó sonriendo por qué no le había avisado y así le habría dado entrada con unos acordes, lo habría añadido a la partitura. Duke nunca despedía a nadie, de modo que le pidió a Mingus que se marchara.  
Nadie aguantaba a Mingus y Mingus no aguantaba nada ni a nadie. Había decidido que nada se interpondría en su camino, nada, y de resultas la vida se convirtió en una carrera de obstáculos. Si hubiera sido un barco, el océano se habría interpuesto en su camino. Para cuando comprendió que su comportamiento era contraproducente, a su manera, ya había comenzado a compensarle.  
Para Mingus no existían las contradicciones: el hecho de que algo fuera dicho o hecho por él le confería integridad automáticamente. Además, su música estaba comprometida con la abolición de toda distinción: entre lo compuesto y lo improvisado, lo primitivo y lo sofisticado, lo duro y lo tierno, lo beligerante y lo lírico. Lo que se había preparado con antelación tenía que desprender la espontaneidad de un acto reflejo; quería que la música avanzara devolviéndola a sus raíces. La música más futurista sería la que más hondo excavara en la tradición: su música.

Geoff Dyer - But beutiful

miércoles, 6 de agosto de 2014

Charles Mingus II


Autor: Milt Hinton
Gradualmente fue asumiendo el peso y las dimensiones de su instrumento. Pesaba tanto que el contrabajo simplemente le colgaba del hombro como un talego. Podía obligarlo a hacer cualquier cosa. Algunos tocaban el bajo como escultores, grabando las notas en una roca inmanejable; Mingus lo tocaba como si peleara, acercándose, trabajando por dentro, agarrándolo del cuello y punteando las cuerdas como si fueran tripas. Tenía los dedos duros como alicates. La gente aseguraba haberle visto agarrar un ladrillo entre el pulgar y el índice y dejar dos hoyuelos en el lugar de contacto. Luego pellizcaba las cuerdas con la misma delicadeza que una abeja posándose en los pétalos rosas de una flor africana que creciera en un lugar donde nadie hubiera estado todavía. Cuando inclinaba el bajo conseguía que sonara al zumbido de mil feligreses congregados en una iglesia.     
Mingus fingus. Los dedos de Mingus.     
La música simplemente formaba parte del proyecto Mingus, en constante crecimiento. Cada gesto y cada palabra del día, por triviales que fueran, estaban tan saturados de Mingus como los demás: desde atarse los zapatos a componer «Meditations». El conjunto del hombre y su música está presente en el menor atisbo de él, como en la foto de Hinton donde se le ve leyendo...
Mingus se sentó. Sentarse en una silla era someterla a una fuerza innecesaria, pero todo en Mingus era excesivo. Cogió el New York Times y lo desplegó, lo abrió con la actitud «¿Qué coño es esto?» que reservaba siempre para los diarios. Leyó con impaciencia, sujetándolo firmemente con ambas manos como si lo agarrara por las solapas, eligiendo una frase aquí y allá y saltando hacia delante y hacia atrás, deteniéndose en algunas partes y leyendo por encima párrafos enteros antes de volver a ellos, de modo que leía un artículo dado de cuatro o cinco maneras distintas sin leerlo debidamente. Daba la impresión de que le costaba leer: ceño fruncido y labios a punto de articular las palabras como un viejo cuando escucha. La silla chirriaba y pedorreaba cada vez que Mingus se movía. Sin apartar la vista de la página, Mingus se comió un donut, partiéndolo en dos con la mano y llevándose un trozo a la boca como una serpiente se come un pájaro, masticando y tragando, empujándolo con café, limpiando las migas del diario. Cuando terminó de leer, tiró el periódico al suelo como asqueado, como si no soportara mirarlo ni un minuto más.

domingo, 3 de agosto de 2014

Charles Mingus I


América era un vendaval que le azotaba constantemente en la cara. Con América se refería a la América Blanca y con la América Blanca se refería a todo lo que no le gustaba de América. El viento le golpeaba más fuerte que a los hombres menudos; América era un brisa pero él la oía rugir, incluso cuando las ramas estaban quietas y la bandera colgaba de los laterales de los edificios como un pañuelo estrellado, incluso entonces, la oía rugir. Él respondía despotricando, corría hacia ella con la misma intensidad con que la sentía correr hacia él, eran dos camiones embistiéndose en una carretera del tamaño de un continente.     
Mientras pedaleaba por Greenwich Village, con la bici amenazando con doblarse bajo su mole, el viento acechaba en cada esquina como una turba para arrojarle porquería a la cara: diarios, latas, envoltorios de comida, arenilla, una chaqueta andrajosa y grasienta. Mantenía largas discusiones con otros usuarios de la calzada, durante cuatro manzanas intercambió insultos con el conductor de una camioneta cuyo espejo retrovisor había rozado sin querer con el hombro. Bramaba a todo el que se cruzara en su camino... y todo el mundo se cruzaba en su camino: tipos en furgonetas, coches y taxis, peatones, mujeres en bicicleta, todos sin distinción, todos eran iguales. Y no solo la gente, sino también los baches, los coches aparcados, los semáforos que aguantaban en rojo demasiado rato.     

La rabia nunca le abandonaba. Incluso en calma, el piloto de su rabia seguía parpadeando, dispuesto a saltar en cualquier momento. Hasta cuando estaba tranquilo una parte de su cabeza chillaba. No sabía por qué era así, pero sabía que tenía que ser así, no había otra. Su rabia era una forma de energía, parte del fuego que le recorría por dentro. Por eso había crecido tanto, para tratar de acomodar todo lo que ocurría en su interior, salvo que tendría que haber sido del tamaño de un edificio para contenerse. Era como un país donde la temperatura cambiase bruscamente cada pocos segundos pero todo fuera abrasador: un frío abrasador, un calor abrasador, una lluvia abrasadora, un hielo abrasador.     Su cuerpo tenía un clima propio, cambiaba con el transcurrir de los meses, engordaba veinticinco kilos en nada y luego los adelgazaba igual de rápido. A veces era gordo, otras solo corpulento, pero sobre todo crecía, su cuerpo iba adoptando la forma de un suéter viejo.     

Probó dietas y pastillas, pero habitualmente ingería tres o cuatro cenas por noche, cada una acompañada de extras y guarniciones y rematada por un par de cuencos de helado. Nunca se hartaba del helado: cualquiera que fuera el sabor, el tipo, daba igual. Una vez perdió dieciocho kilos con una dieta y nadie se dio cuenta, fue como quitar un par de libros delgados de una biblioteca del tamaño de una casa. Así como debías encontrar tu propio sonido, tenías que dar con tu tamaño, y la tradición decretaba que cuanto mayor, mejor. El peso nunca lo ralentizó; cuanto más engordaba, más intenso se volvía, como una bolsa llena a reventar.     

La gente decía que era más grande que la vida, como si la vida fuera una cosita minúscula y débil, una chaqueta varias tallas pequeña a punto de descoserse al menor movimiento.     
Mingus Mingus Mingus, no un nombre, sino un verbo, incluso el pensamiento era una acción, un impulso interiorizado.

Geoff Dyer - But beutiful