Si el domingo eran las protestas masivas, antes han sido el toque de atención de la poderosa patronal italiana, las oblicuas presiones vaticanas o el continuado descenso en la apreciación del primer ministro que muestran las encuestas de opinión. Ninguno de esos factores ha hecho mella hasta ahora en la determinación para mantenerse en el cargo de este superviviente por antonomasia que es Berlusconi, tras 18 años de carrera política.
Il Cavaliere conocerá esta semana si la judicatura le procesa, a petición de los fiscales de Milán, por comprar los servicios de una prostituta menor de edad e intentar ocultarlo valiéndose de su posición, delitos graves que acarrean años de cárcel. Al margen de los tecnicismos que centran el caso, una acusación formal contra el jefe del Gobierno conduciría probablemente a Italia a un grave enfrentamiento institucional, toda vez que este mismo mes la Cámara Baja apoyaba al primer ministro al rechazar una petición fiscal para efectuar un registro en busca de pruebas.
Porque es Italia, a estas alturas, la principal damnificada. Un país víctima del comportamiento irresponsable de un político y magnate al que se le dan un ardite las gravísimas acusaciones que pesan sobre él y que intenta por todos los medios blindarse a la acción de la justicia. Es más que improbable una situación similar en cualquier otra democracia consolidada de Europa. La permanencia numantina en el cargo de Berlusconi, que pilota un Gobierno extremadamente débil, expuesto sin tregua a los focos de los medios de comunicación a propósito de sus arbitrariedades y escándalos (no solo sexuales), ahonda el foso de la credibilidad italiana. El país transalpino merece ser representado en la escena mundial en condiciones más respetables.
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