miércoles, 23 de julio de 2014

El jazz y las drogas

Autor: Herman Leonard
A cualquiera que comience a interesarle el jazz le sorprende desde el principio el gran número de bajas entre sus practicantes. Incluso alguien que no esté especialmente interesado habrá oído hablar de Chet Baker, que se ha convertido en el arquetipo del músico de jazz maldito, el derrumbe de su bello rostro ha servido de fiel expresión de la relación simbiótica entre el jazz y la drogadicción. Por supuesto un sinfín de músicos de jazz negros mucho más dotados que Chet —y algunos blancos— tuvieron vidas infinitamente más trágicas (al fin y al cabo Chet pudo vivir a la estela de su propia leyenda).  Prácticamente todos los músicos negros sufrieron discriminación racial y malos tratos (Art Blakey, Miles Davis y Bud Powell recibieron brutales palizas de la policía). Mientras que los tipos que como Coleman Hawkins y Lester Young dominaron el jazz de la década de 1930 acabaron alcoholizados, la generación de músicos que forjó la revolución bebop en los años cuarenta y consolidó su desarrollo en los cincuenta cayó víctima de la adicción a la heroína, prácticamente una epidemia. Muchos se desengancharon con el tiempo —Rollins, Miles, Jackie McLean, Coltrane, Art Blakey—, pero la lista de quienes nunca se engancharon conformaría un muestrario de talento muchísimo menos impresionante que la de los drogadictos. La adicción a las drogas conducía directamente (casos de Art Pepper, Jackie McLean, Elvin Jones, Frank Morgan, Rollins, Hampton Hawes, Chet Baker, Red Rodney, Gerry Mulligan y otros) e indirectamente (casos de Stan Getz, al que pillaron atracando una tienda, y Thelonious Monk, que no se metía heroína) a la cárcel. El camino hacia las alas de psiquiatría de los hospitales, aunque mucho más tortuoso, estaba igual de transitado. Monk, Mingus, Young, Parker, Powell, Roach... Fueron tantas las figuras punteras de las décadas de 1940 y 1950 que padecieron alguna crisis que apenas sería una leve exageración afirmar que Bellevue tiene tanto derecho a considerarse la cuna del jazz moderno como el Birdland.     
Los estudiantes de literatura suelen ver las tempranas muertes de Shelley y Keats, a los treinta y a los veintiséis años respectivamente, como la culminación del destino maldito de la agonía romántica. También en Schubert vemos el tipo esencial del talento romántico, consumiéndose en el proceso mismo de florecer. En los tres casos parece insinuarse que la muerte prematura es una condición de la creatividad. Intuían que el tiempo se les acababa y su talento tuvo que florecer en pocos años en lugar de madurar tranquilamente a lo largo de tres décadas.     
Para los músicos de jazz de la era bebop llegar a la mediana edad parecía casi un sueño de longevidad. John Coltrane murió con cuarenta años, Charlie Parker con treinta y cuatro; hacia el final de sus vidas los dos admitieron que ya no sabían hacia dónde tirar musicalmente. Muchos otros han fallecido en la cima de sus facultades o antes de desarrollar todo el potencial de su talento. Lee Morgan murió cuando tenía treinta y tres años (le dispararon durante una actuación), Sonny Cris se suicidó cuando tenía treinta y nueve años, Oscar Pettiford murió cuando tenía treinta siete años, Eric Dolphy cuando tenía treinta y seis, Fats Navarro cuando tenía veintiséis, Booker Little y Jimmy Blanton cuando tenían veintitrés.     
En contadas ocasiones su talento era tan prodigioso que al morir ya habían producido una obra importante... un logro que subraya dolorosamente lo mucho que podrían haber conseguido en los años venideros. Clifford Brown ya se había afianzado como uno de los grandes trompetistas de todos los tiempo cuando murió en un accidente de tráfico a la edad de veinticinco años (junto con el pianista Richie Powell, hermano de Bud Powell); cuando piensas que si Miles Davis hubiera muerto a la misma edad no habría grabado nada después de The Birth of the Cool comienzas a intuir la magnitud de la pérdida.Dado el estilo de vida —alcohol, drogas, discriminación, viajes extenuantes, horario agotador— es de esperar una expectativa de vida ligeramente menor a la de quienes toman un camino más tranquilo en la vida. Pero aun así, el daño sufrido por los músicos de jazz es tal que uno se pregunta si no hay algo más, algo en el género mismo que se cobró un peaje terrible en quienes lo crearon. Que la obra de los expresionistas abstractos de algún modo los impelía a la autodestrucción —Rothko se rajó las venas sobre el lienzo; Pollock se estampó borracho contra un árbol— es un tópico de la historia del arte. En la literatura del mismo período la idea de que cierta lógica inexorable de la poesía de Silvia Plath la condujo al suicidio, de que la locura de Robert Lowell y John Berryman constituía —por tomar prestado el título del estudio de Jeremy Reed del fenómeno— «el precio de la poesía» nos resulta igual de conocida y convincente. Da igual lo que pensemos al respecto, el expresionismo abstracto y la poesía confesional son solo interludios en la escala temporal más amplia de la pintura y la poesía modernas. ¿Qué pensar entonces del jazz, que desde el momento mismo de su concepción parece haber causado estragos entre quienes lo tocan? Buddy Bolden, considerado universalmente el primer jazzista, enloqueció durante un desfile y pasó los últimos veinticuatro años de vida internado en un manicomio. «Bolden enloqueció», dijo Jelly Roll Morton, «porque echaba los sesos por la trompeta Si al principio parece melodramático sugerir que hay algo inherentemente peligroso en el género, a poco que se medite nos preguntaremos cómo podría ser de otro modo. El comentario de Dizzy Gillespie —esta música solo va a una parte: adelante— podría haberse hecho en cualquier momento del siglo XX, pero a partir de la década de 1940 el jazz avanzó con la fuerza y la fiereza de un fuego devorando un bosque. ¿Cómo podría haberse desarrollado tan rápido y con tanta intensidad emocional una disciplina artística sin cobrarse un enorme precio en vidas humanas? Si el jazz tiene una conexión vital con «la lucha universal del hombre moderno» ¿cómo podrían los hombres que lo crearon no quedar marcados por las cicatrices de dicha lucha?

Geoff Dyer - But beutiful

12 comentarios:

Juan Nadie dijo...

Espinoso y lamentable asunto el de las drogasa.
Como siempre Dyer da en el clavo.

Sirgatopardo dijo...

La policía dejó de chantajear a los yonquis negros y "perseguir" el tráfico, cuando se empezaron a pinchar los blanquitos.

marian dijo...

Lo leeré despacio. Buenas preguntas.
También en el rock y hasta en el pop ha ocurrido, igual no tantos. También la época puede ser.

marian dijo...

El tema musical que has puesto hay que disfrutarlo como se merece.

Sirgatopardo dijo...

Y es cierto que los poetas, escritores y demás intelectuales "drogatas" fueron considerados de manera menos despreciativa.

Sirgatopardo dijo...

No ha habido comparación, y además ya sabían donde se metían.

carlos perrotti dijo...

El viejo tema de la vez pasada. El artista y el sufrimiento iniciático por el cual percibe y gracias al cual nos entrega su arte. Uno a veces preferiría que fueran personas felices. Pero qué es eso?... But beutiful echa luz sobre la cuestión pero sin despejar del todo las sombras. Como debe ser, como parte del arte. Y coincido.

Juan Nadie dijo...

Y todo ello, obviando la certeza de que la felicidad como concepto absoluto no existe.

Sirgatopardo dijo...

Al parecer, existe durante los efectos del primer pinchazo.

carlos perrotti dijo...

Efímero inasible atisbo...

Sirgatopardo dijo...

Luego se vuelve todo tremendo.

marian dijo...

Pues no lo sé, Gato, porque desconozco exactamente la cantidad de personas que se han drogado (de los que han muerto por la droga se suele saber mejor) en cada estilo musical. Sobre que sabían donde se metían, tengo la impresión (no soy una experta en el tema) de que no es así. Es posible que supieran lo que buscaban, pero no dónde se metían, salvo alguna excepción. Igual algunos se metieron en ella pensando que alcanzarían el talento de los que sí lo tenían y se drogaban y otros porque no lo tenían, o simplemente por la satisfacción que les proporcionaba a pesar de las otras consecuencias no tan satisfactorias. No lo sé, la verdad, pero yo insisto en la época y el ambiente en el que se movían.