miércoles, 20 de agosto de 2014

Charles Mingus VI


En el Five Spot vestía un suéter viejo con agujeros en los codos y pantalones raídos, parecía un granjero pobre y andrajoso: la ropa buscaba avergonzar a los blancos de esmoquin que acudían a escucharle. Estaba tocando «Meditations», tratando de conectar con Eric, de hablar con él, pero solo se oía el tintineo del hielo contra el cristal de la voz de una mujer sentada a la derecha del escenario, hablando muy fuerte, ajena al lugar donde se encontraba y todavía más a quién estaba sobre el escenario y lo que estaba tocando. El genio de Mingus iba siempre una fracción de segundo por delante de él. Para cuando se dio cuenta de que estaba gritando, ya había volcado la mesa de la mujer de una patada. Para cuando la mesa cayó al suelo, ya había abandonado indignado el escenario. Al apagarse el ruido de los cristales rotos, oyó que la mujer le chillaba. Se le sumó un borracho de la barra con voz, si las águilas hablasen, de águila ratonera.    
—Charlie, no ha estado bien, no ha estado nada bien, Charlie.
Por un momento Mingus consideró golpear la cabeza del tipo contra la barra hasta que reventara como un paquete de azúcar, pero siempre que una idea se le ocurría así, anticipándose al hecho, significaba que no pasaría nada... o que pasaría otra cosa, algo tan repentino que incluso a él lo pillaba desprevenido. Estaba aferrado al cuello del contrabajo, fulminando al público con la mirada, discutiendo con él. Y se volvió hacia alguien que después contaría que cuando le miró así vio pasar toda la vida de Mingus por los ojos del bajista. Por un segundo ese alguien supo con exactitud lo que implicaba ser Mingus: el peso de todo, no poder esconderse ni obviar nada, estar siempre a la merced de los sentimientos.     
Golpeó el contrabajo contra la pared: un chasquido seco, el eco de las cuerdas, y se quedó sosteniendo el cuello, todavía unido al cuerpo del bajo por las cuatro cuerdas como una tortuga marioneta, que se resquebrajó, se astilló y se partió como un mar de madera barnizada cuando Mingus le pasó caminando por encima. Soltó el cuello del instrumento, todo el mundo estaba callado menos el borracho, que gritaba:     
—Uf, qué fuerte, Charlie, qué fuerte.     
Volvió a mirar al tipo sin intención de pegarle. Su ira se había vuelto pálida, transparente y desesperada como el agua que gotea de un lavamanos. Salió a la calle, llevándose el silencio del club consigo.
En Bellevue lo primero que notó fueron los olores, la limpieza de lavabo de todo, luego la luz blanca de las baldosas y las paredes. Después el sonido, el ruido brillante de los utensilios limpios, el chirrido de las ruedas de los carritos avanzando por los largos pasillos de los locos y más tarde, de noche, los chillidos. Siempre había alguien gritando toda la noche; incluso mientras dormía, oía colarse en sus sueños el infierno de Bellevue. Por las mañanas volvía el silencio atareado de hospital y nadie mencionaba los gritos nocturnos que acechaban al final de cada día. Sedado, adormecida la ira por la medicación, cubierto por la calma como por una manta, permanecía en cama mirando el techo, las luces parecían planetas en un cielo blanco.   Domeñó el contrabajo pero no logró conquistarlo. A veces lo abrazaba como a un viejo amigo. Otras veces le parecía un instrumento enorme y cargaba con él como un saco de patatas, casi demasiado pesado, casi abrumador. Si no practicaba constantemente, las cuerdas le cortaban los dedos cuando las tocaba. No solo eso, sino que ya nunca se le desentumecían los dedos, algunos días no solo estaban rígidos, ni siquiera los sentía. Igual que los de los pies. Había días que le costaba mover las manos y notaba que el entumecimiento iba trepando por los brazos hacia los hombros, de forma tan gradual que casi podía convencerse de que no avanzaba.
En Central Park un ocaso estriado como el tocino enrojeció el suelo congelado. Contempló cómo el hielo iba cercando el centro cálido del estanque y supo que estaba quedándose paralítico. Como en el flamenco —lo había comprendido hacía años, en Tijuana—, el movimiento del jazz era centrífugo, notabas un pulso que escapaba constantemente del cuerpo, del corazón afuera, dejando una estela de taconeos y chasquidos de dedos que captaban la intensidad del movimiento como hojas al viento. La parálisis era la negación o contradicción exacta de dicho movimiento: comenzaba por las extremidades, por los dedos de los pies o de las manos, y progresaba hacia dentro, avanzaba hacia el corazón sin dejar rastro.     
Le costaba más encontrar las notas en el bajo: sabía dónde estaban pero no conseguía que los dedos las tocaran. Cada vez recurría más al piano, pero pronto los dedos también se volvieron demasiado torpes para el teclado. Así como le resultaba imposible tocar, tampoco podía componer. No era como Miles, que escuchaba la música y luego se limitaba a trasladarla de su cabeza a los instrumentos. Mingus no escuchaba la música hasta que estaba haciéndola. Componer era simplemente tocar flojo, sin público, pero para componer tenía que tocar y comenzaba a hacérsele imposible. La música de Mingus era solo Mingus, el movimiento de la música era simplemente el movimiento de Mingus y cuando él comenzó a perder movilidad también su música fue perdiendo impulso, fue volviéndose inmensa e inmóvil... un nombre.

Geoff Dyer - But beutiful

10 comentarios:

carlos perrotti dijo...

Son las 3 y 20... Cómo hago ahora para dormirme después de escuchar esto?

Sirgatopardo dijo...

Unas caipirinhas...y felices sueños.

Juan Nadie dijo...

Aquí tenemos la suerte de que son las nueve de la mañana, tenemos todo el día para asimilarlo, aunque no bastará.

Sirgatopardo dijo...

Os noto muy impresionables...

Juan Nadie dijo...

Sensibles, se dice sensibles.

Carlos Perrotti dijo...

Sí, tuve que tomarme un lemoncello en ausencia ya de caipirinha para poder entregarme al sueño mientras seguía sacudido por Mingus... Pero ya estoy on the road again con Mingus ídem.

Carlos Perrotti dijo...

...Y clavándome unos mates para apurar el despabile.

marian dijo...

Un palo, la verdad, esa impotencia.

Sirgatopardo dijo...

Tremendo.

Sirgatopardo dijo...

Tremendo.