miércoles, 13 de agosto de 2014

Charles Mingus IV


Alguna vez había despedido a la mitad del grupo en una noche. Pero con mayor frecuencia, como quienes abandonan las fértiles tierras de un volcán hartos de preocuparse por la próxima erupción, la gente simplemente se marchaba porque no soportaba la avalancha de amenazas y malos tratos. Otros se quedaban con él, sabedores de que creatividad e ira eran inseparables. Para crear su música tenía que alcanzar una cima de volatilidad donde no existía diferencia entre provocación y reacción. En la vida y en la música respondía a lo que ocurría antes de que ocurriera, siempre una fracción de segundo por delante. Pero saberlo y a pesar de todo quererlo no te protegía de su ira. Podías dedicarte devotamente a su música, a su bienestar, durante veinte años y luego pasaba cualquier cosa y arremetía contra ti. Como no le estaba gustando un solo de Jimmy Knepper, se le acercó, le dio un puñetazo en el estómago y bajó del escenario. Knepper siguió hasta que volvió a pegarle, le partió dos dientes y le jodió la embocadura. Entonces decidió que se había acabado y denunció a Mingus. Cuando este oyó que su abogado lo llamaba músico de jazz, le indicó por gestos que se callara, exactamente igual que si formara parte del grupo y no le gustara cómo tocaba:    
 —No me llames músico de jazz. Para mí la palabra «jazz» significa negrata, discriminación, ciudadanía de segunda, todo lo que tenga que ver con que te manden al fondo del autobús.     
En el estrado de los testigos, Kneeper negó con la cabeza: ya le echaba de menos.     
Se hizo escuchar en todos los instrumentos a la fuerza. Miles y Coltrane buscaban músicos cuyo sonido complementara el suyo: Mingus buscaba músicos que dieran una versión de él en diferentes instrumentos. Descontento siempre con los baterías, acababa de humillar públicamente a su percusionista cuando conoció a un chaval de veinte años llamado Dannie Richmond, que solo hacía un año que tocaba la batería. Mingus le obligó a aprender a tocar exactamente como él quería, lo moldeó a su imagen.     
—No toques esas virguerías de mierda, tío, es mi solo.     
Dannie se quedó con él veinte años y encontró su identidad musical sometiéndose a la de Mingus. Cuanto más engordaba Mingus, más adelgazaba Dannie como si incluso su metabolismo se ajustara para equilibrarse con el de Mingus.     
—Cuando tocabas con él había veces que estabas aterrado, pero también otras en que soplabas con una euforia que no habías conocido con nadie más, te sentías no tanto parte de un grupo como de una horda a la carga y los insultos de Mingus se convertían en gritos de ánimo:  
—Eso es, eso es, eso es. 
—Con la voz chasqueando como una fusta en el lomo de los caballos.
—. Sí, sí, sí.     
Cuando la música alcanzaba un pico de intensidad, un nivel de presión todavía mayor que el del interior de Mingus, una urgencia tal que nada podía interponerse en su camino y todos parecían estar esperando una muerte espantosa, entonces era cuando gritaba y alentaba por encima de la música, animándola para poder sentir la calma del ojo del huracán, bramando y aullando como Frankenstein eufórico y horrorizado ante el monstruo que ha liberado, entusiasmado por la idea de que todavía lo controla. Mingus feliz: nada superaba a la emoción, a la intensidad de Mingus feliz. El grupo a todo trapo, sintiéndose guepardos al sprint, guepardos perseguidos por un elefante que parecía siempre a punto de pisotearlos.     
Insuflaba tanta vida a su música, tantos ruidos urbanos, que pasados treinta años alguien que escuchara «Pithecanthropus Erectus» o «Hog-Calling Blues» o cualquiera otra de sus apisonadoras no podría estar seguro de si lo que escuchaba chillar y ulular era un saxo grabado o la sirena roja y blanca de un coche patrulla que pasaba haciendo la ronda bajo su ventana. El mero hecho de escuchar la música era sumarse a ella, participar.    
 —A los músicos nos insultaba y nos amenazaba, pero no era nada comparado con cómo vociferaba al público, regañaba a la gente que hablaba mientras él estaba tocando y de ahí pasaba a interminables monólogos de media hora en los que arremetía contra todos, escupía las palabras a ciento cincuenta kilómetros por hora, arrastrándolas y derrapándolas por todo el local. Alcanzaba el final de una frase antes de que la gente se diera cuenta de que no había entendido el principio y para cuando pillaban lo que intentaba decirles ya había pasado al siguiente ataque: los dueños de los locales, los agentes, las discográficas, los críticos. Lo que fuera, de todo tenía una opinión contundente.     Su música fue acercándose a los gritos de los esclavos de las plantaciones y su manera de hablar al puro caos del pensamiento. Un monólogo interior hablado. Su pensamiento era justo lo contrario de la concentración: esta implica calma, silencio, largos períodos de intenso ensimismamiento; él prefería moverse muy rápido, cubrir mucho terreno. Para él pensar era establecer una cadena de similitudes: es como, igual que...

Geoff Dyer - But beutiful

6 comentarios:

carlos perrotti dijo...

Inmensidad de Mingus, inmensidad de la pluma de Dyer...

Sirgatopardo dijo...

Inmensidad de ira.

Juan Nadie dijo...

"...alguien que escuchara «Pithecanthropus Erectus» o «Hog-Calling Blues» o cualquiera otra de sus apisonadoras no podría estar seguro de si lo que escuchaba chillar y ulular era un saxo grabado o la sirena roja y blanca de un coche patrulla que pasaba haciendo la ronda bajo su ventana."

Joé...

Sirgatopardo dijo...

Si él lo dice....

marian dijo...

Pues vaya con Mingus...
Era como un genio con mal genio.

Sirgatopardo dijo...

Al parecer insufrible.