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Autor: Herman Leonard |
Los estudiantes de literatura suelen ver las tempranas muertes de Shelley y Keats, a los treinta y a los veintiséis años respectivamente, como la culminación del destino maldito de la agonía romántica. También en Schubert vemos el tipo esencial del talento romántico, consumiéndose en el proceso mismo de florecer. En los tres casos parece insinuarse que la muerte prematura es una condición de la creatividad. Intuían que el tiempo se les acababa y su talento tuvo que florecer en pocos años en lugar de madurar tranquilamente a lo largo de tres décadas.
Para los músicos de jazz de la era bebop llegar a la mediana edad parecía casi un sueño de longevidad. John Coltrane murió con cuarenta años, Charlie Parker con treinta y cuatro; hacia el final de sus vidas los dos admitieron que ya no sabían hacia dónde tirar musicalmente. Muchos otros han fallecido en la cima de sus facultades o antes de desarrollar todo el potencial de su talento. Lee Morgan murió cuando tenía treinta y tres años (le dispararon durante una actuación), Sonny Cris se suicidó cuando tenía treinta y nueve años, Oscar Pettiford murió cuando tenía treinta siete años, Eric Dolphy cuando tenía treinta y seis, Fats Navarro cuando tenía veintiséis, Booker Little y Jimmy Blanton cuando tenían veintitrés.
En contadas ocasiones su talento era tan prodigioso que al morir ya habían producido una obra importante... un logro que subraya dolorosamente lo mucho que podrían haber conseguido en los años venideros. Clifford Brown ya se había afianzado como uno de los grandes trompetistas de todos los tiempo cuando murió en un accidente de tráfico a la edad de veinticinco años (junto con el pianista Richie Powell, hermano de Bud Powell); cuando piensas que si Miles Davis hubiera muerto a la misma edad no habría grabado nada después de The Birth of the Cool comienzas a intuir la magnitud de la pérdida.Dado el estilo de vida —alcohol, drogas, discriminación, viajes extenuantes, horario agotador— es de esperar una expectativa de vida ligeramente menor a la de quienes toman un camino más tranquilo en la vida. Pero aun así, el daño sufrido por los músicos de jazz es tal que uno se pregunta si no hay algo más, algo en el género mismo que se cobró un peaje terrible en quienes lo crearon. Que la obra de los expresionistas abstractos de algún modo los impelía a la autodestrucción —Rothko se rajó las venas sobre el lienzo; Pollock se estampó borracho contra un árbol— es un tópico de la historia del arte. En la literatura del mismo período la idea de que cierta lógica inexorable de la poesía de Silvia Plath la condujo al suicidio, de que la locura de Robert Lowell y John Berryman constituía —por tomar prestado el título del estudio de Jeremy Reed del fenómeno— «el precio de la poesía» nos resulta igual de conocida y convincente. Da igual lo que pensemos al respecto, el expresionismo abstracto y la poesía confesional son solo interludios en la escala temporal más amplia de la pintura y la poesía modernas. ¿Qué pensar entonces del jazz, que desde el momento mismo de su concepción parece haber causado estragos entre quienes lo tocan? Buddy Bolden, considerado universalmente el primer jazzista, enloqueció durante un desfile y pasó los últimos veinticuatro años de vida internado en un manicomio. «Bolden enloqueció», dijo Jelly Roll Morton, «porque echaba los sesos por la trompeta Si al principio parece melodramático sugerir que hay algo inherentemente peligroso en el género, a poco que se medite nos preguntaremos cómo podría ser de otro modo. El comentario de Dizzy Gillespie —esta música solo va a una parte: adelante— podría haberse hecho en cualquier momento del siglo XX, pero a partir de la década de 1940 el jazz avanzó con la fuerza y la fiereza de un fuego devorando un bosque. ¿Cómo podría haberse desarrollado tan rápido y con tanta intensidad emocional una disciplina artística sin cobrarse un enorme precio en vidas humanas? Si el jazz tiene una conexión vital con «la lucha universal del hombre moderno» ¿cómo podrían los hombres que lo crearon no quedar marcados por las cicatrices de dicha lucha?
Geoff Dyer - But beutiful
12 comentarios:
Espinoso y lamentable asunto el de las drogasa.
Como siempre Dyer da en el clavo.
La policía dejó de chantajear a los yonquis negros y "perseguir" el tráfico, cuando se empezaron a pinchar los blanquitos.
Lo leeré despacio. Buenas preguntas.
También en el rock y hasta en el pop ha ocurrido, igual no tantos. También la época puede ser.
El tema musical que has puesto hay que disfrutarlo como se merece.
Y es cierto que los poetas, escritores y demás intelectuales "drogatas" fueron considerados de manera menos despreciativa.
No ha habido comparación, y además ya sabían donde se metían.
El viejo tema de la vez pasada. El artista y el sufrimiento iniciático por el cual percibe y gracias al cual nos entrega su arte. Uno a veces preferiría que fueran personas felices. Pero qué es eso?... But beutiful echa luz sobre la cuestión pero sin despejar del todo las sombras. Como debe ser, como parte del arte. Y coincido.
Y todo ello, obviando la certeza de que la felicidad como concepto absoluto no existe.
Al parecer, existe durante los efectos del primer pinchazo.
Efímero inasible atisbo...
Luego se vuelve todo tremendo.
Pues no lo sé, Gato, porque desconozco exactamente la cantidad de personas que se han drogado (de los que han muerto por la droga se suele saber mejor) en cada estilo musical. Sobre que sabían donde se metían, tengo la impresión (no soy una experta en el tema) de que no es así. Es posible que supieran lo que buscaban, pero no dónde se metían, salvo alguna excepción. Igual algunos se metieron en ella pensando que alcanzarían el talento de los que sí lo tenían y se drogaban y otros porque no lo tenían, o simplemente por la satisfacción que les proporcionaba a pesar de las otras consecuencias no tan satisfactorias. No lo sé, la verdad, pero yo insisto en la época y el ambiente en el que se movían.
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